jueves, 29 de septiembre de 2011

En la Zona Cero

Suelo escribir metáforas sobre heridas que se abren, sangre que resbala por ellas y cicatrices que no cierran. Este relato no es un ejemplo de esas metáforas... este relato es una herida abierta, con sangre resbalando, y sin que jamás pueda existir cicatriz.



"Para qué explicarte que te quiero tanto, y que no puedo verte llorar...
Sabes que hoy me quedo, y mañana lo hago de nuevo. Yo no me voy a marchar... nadie se va a marchar".

"No tiene sentido pensar que me voy a ir de tu lado, porque no hay un "tu" lado. Sólo hay uno, y estamos los dos en él".
Es complicado estar en la zona cero.
Sentirse cansado, con tanto hastío, sin esperanza.
Lo peor de todas formas es el cansancio, es lo que arrastra todos los demás factores. En cuanto a lo de no tener esperanza… no sé, pasa el tiempo, pasan las cosas, y no es que de repente un día te levantes y no tengas. Se va, poco a poco, golpe tras golpe, herida tras herida… y, cuando no tienes esperanza, no tienes nada, ni ganas de tener nada. Se va poco a poco, como decía, y cuando echas cuenta ya no queda nada de esa luz que brillaba dentro de uno mismo no hace tantos años, mientras miraba por la ventana del dormitorio el barrio desierto, con el pijama de Tom y Jerry recién lavado (olor a casa) y pensaba que ya era muy tarde para seguir despierto, a pesar de que no pasara de las diez y media.
Ayer soñé que me encontraba con aquel niño.
Tardé en reconocerle.
Me sonaba su cara de no haber roto un plato, su raya al lado, siempre repeinado, y, de primeras, no me cayó muy bien… aunque pensé cómo le caería a ese tipejo superdotado (al final la superdotación se quedó solo para motivos de ocio) ese tipo con barba de tres días que veía a su lado, con un par de tatuajes visibles, (más los que no se verían, pensaría acertadamente) con esa seguridad en su andar, tan lejana a él.
Me miró, y supe que sí, que sin decir una palabra, pensó que, de mayor, le gustaría ser como yo.
Ahí fue cuando lo reconocí… cuando me reconocí.
Ahí fue cuando me miré a los ojos a mí mismo, y le dije que disfrutara cada segundo de lo que él creía una aburrida vida, que hiciera caso a sus padres, que siguiera aprobando, que no fuera tan cortado con esa chica un curso mayor que tanto le gustaba… y que nunca dejara de escribir, aunque él creyese que no lo hacía demasiado bien.
Pero sobre todo, le dije que no quisiera ser como yo.
Como digo, yo tardé en reconocerlo.
…Él jamás lo hizo conmigo.
No lo puedo culpar. Jamás pensaría, por aquel entonces, que pudiera convertirme en alguien así.
En la zona cero, con menos esperanza, menos ganas, menos ilusión. Con calderilla en el bolsillo y un teclado que me sirve de psicólogo, con mis musas llorando por mí sentadas en el escritorio, sabiendo cómo está mi alma.
Dejé de creer. Tal vez en todo.
Supongo que, cuando juegas la última carta, cuando apuestas la casa y el coche a un número y fallas, ya no te queda nada por jugar.
Y esa jodida sensación de pensar que volvería a hacerlo.
Que volvería a estrellarme en sus labios, que volvería a conocerla por primera vez, que volvería a tener todo lo que tuvimos, porque fue real.
Es real.
Y lo real es como una droga. Hay tan poquísimas cosas reales en la vida, que cuando te encuentras con algo así lo esnifas hasta la sobredosis… yo sé que es real, y unos ojos oscuros ahora mismo, donde quiera que estén, saben que lo es.
Que nunca dejó de serlo, ni siquiera ahora.
Me miro las cicatrices, miro el alfiler, y, aunque suene sorprendente, por una vez no haré mi jodida costumbre de volver a abrirme las heridas, así que lanzo la aguja bien lejos. Las heridas que se queden cerradas.
Entonces vienen los recuerdos, su voz, su susurro, sus lágrimas… su risa, sus gritos, sus bromas, sus gemidos.
Y cierro los ojos, de dolor y de frustración, mientras tensiono los antebrazos, notando el cálido hilo rojo recorrerlos mano abajo hasta llegar a la bifuración de los dedos… no seré yo quien niegue que muchas veces me las abro yo, pero no tiene comparación con la de veces que se abren solas.
En la zona cero, siendo apenas un niño, o todo un viejo, de veintitrés años, pero si algún día me ves sin camiseta, tal vez las heridas de la espalda te hagan equivocarte sobre mi edad.
Pestañeo, lentamente, mientras miro al frente.
Ni siquiera quedan lágrimas.
Es un vacío, un vacío aterrador, un cuerpo deshabitado, donde si tocas cualquier tejido suena eco, y los órganos chirrían al llegar la noche, produciendo sonidos terroríficos, como las películas que veía el niño que en el sueño de ayer no me reconoció.
Es demasiado vacío, y mi silencio traga y traga dolor, hastiado.
No hay ganas de salir de aquí. No tengo por qué, incluso. A todos lo que quiero en esta vida saben que los quiero y que les agradezco profundamente su ayuda en cada momento, pero que me gusta estar solo. Debo estarlo, de hecho.
A veces pienso que ella volverá algún día. Otras, que estoy loco por pensar eso… y al final siempre acabo sonriendo, pensando que las dos son ciertas, y que una no quita la otra.
Habrá que guardar una caja para ella, una caja bastante grande, resistente, y meter cada una de sus pertenencias… nunca me gustó tirar nada. Cerrarla bien, no abrirla en ningún caso (los recuerdos tienen costumbre de saltar al cuello tal cómo les das libertad) al menos en mucho tiempo, y cuando vea por el suelo de la mente (no olvidaré también mirar por el corazón, incluso por los caminos bajos) que aún queda algo de ella, depositarlo lo más rápidamente posible en esa caja, con una “A” bien grande escrita en el centro, a rotulador negro. Meteré todo menos el cojín, ese que ella se empeñó en incluir en mi cama a la hora de dormir, cosa que yo nunca hacía (lo dejaba en auna silla o en el suelo), y que desde ese momento ahí se quedó, estuviese ella o no… así, cuando estaba éramos tres, ella abrazándolo y cogiéndome la mano, y en las noches que no, al menos no en persona (le gustaba asegurarse por teléfono) ese cojín era como mi aliado, mi compañero en la espera,con la sensación de que ella estaba más cerca sólo por tenerlo ahí, con su olor. Ahora apenas es un trozo de tela que sigue ocupando mi cama al dormir, los dos intentando apaciguar el dolor de su ausencia. Pero sigue en mi cama. Él también la espera.
Deberé llevar la caja a un rincón, como decía, sabiendo que ocupa absolutamente todo el cuarto, y supongo que pensaré que nunca creí que iba a estar haciendo eso, que esta vez no haría falta… para segundos después volverme esa fe, esa creencia, de que algún día volveré a desempaquetar esa caja, y no, no lo haré solo… estará ella conmigo, mirando asombrada, y con la carita ilusionada, todas las cosas que guardé de ella, muchas de las cuales ella también guardó, y tantas otras que ni siquiera recordaba.
Y desenvolveremos todo de nuevo, lo pondremos en su sitio, de donde nunca se debió mover, y quizás hagamos el amor sobre los papeles desenvueltos.
Ella volverá, dice algo dentro de mí.
No sé si es fe, creencia o locura… sólo sé que me habla sincera y segura, y eso me basta.
Zona cero, de nuevo.
En silencio, siempre en silencio, Suerte que tengo un corazón que habla por mí.
Que se equivoca, la caga millones de veces, la vuelve a cagar, la lía, la jode, y de vez en cuando hasta hace algo brillante. Pero en cada una de esas veces me pregunta si puede hacer lo que él ve conveniente, y yo le quito la correa y lo dejo a su aire, aún sabiendo que llegará el día en que me lo traigan hecho trizas, habiéndoselo encontrado en cualquier carretera, agonizando.
Lo miraré, y él me mirará, tal vez asustado por una posible regañina. Le sonreiré, y le daré las gracias más sinceras que jamás hayan salido de mi boca. Por cagarla, por joderla, por lucirse. Pero por hacerlo él, sin pensar en nada más.
Lo noto revolverse, como si supiera que hablo de él, y pienso que debo ir acabando; parece descansar un poco, ha sido una noche durísima, y llevamos muchas semanas así, mucho tiempo.
Creo que entre sueños dice un nombre, aunque finjo no oírlo. Ella le duele… y él también está convencido de que volverá. Conoció al corazón de ella, vio que eran prácticamente idénticos, estuvieron mucho tiempo juntos y, aunque se enfadaban e incluso mordían, siempre se vio que se querían de verdad.
Que era algo especial, especial de verdad. Que eran el uno para el otro.
Ahora el de ella vive en una especie de cárcel, pero, tras las rejas, los dos se miran, y saben que sienten lo mismo.
Que siempre lo harán. Porque son el uno para el otro.
Con el alma en la zona cero.
Debería dormir un rato.

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