jueves, 20 de diciembre de 2012

Vivir.



Volver a respirar su olor cada día al despertar.
Ver un partido de fútbol con los amigos.
Mirar el reloj, sin tener ninguna prisa.

Hola a todos. 
Perdonadme si mi saludo no es la manera más idónea de llamaros la atención, pero el caso es que, aunque siempre me interesó la literatura, e incluso intenté hacer mis pinitos en ese mundo, lo cierto es que nunca tuve madera para ello. 
Irónicamente, puede que este escrito sea más valioso que muchos de los libros más famosos de la actualidad.
"Hola a todos" es una manera demasiado corriente de empezar un texto que pretendo sirva de ayuda a todo aquel que lo lea un día, pero, a decir verdad, es que yo soy un tipo corriente. Un tipo corriente de cuarenta y tres años, una esposa maravillosa, y unos grandes amigos. Aunque en eso no caí verdaderamente hasta hace poco. 
Uno nunca cae en esas cosas si las tiene tan cerca, tan a diario, que no puede llegar a pararse a pensarlo. En las cosas verdaderamente importantes.
No en ese trabajo que me consumía diez horas al día y mi única preocupación era mantenerlo costara lo que costase, no en amargarme pensando por qué a fulanito le habían ascendido en lugar de a mí si yo llego antes y me voy después, no en ir tan ciego por la vida que ni siquiera se es capaz de saber quién está pasando por tu lado, qué mano te está pidiendo ayuda mientras tú miras para otro lado.
No llegar el final del día y pensar que llueva fuera mientras que uno esté a salvo.
Eso no es vivir.
Y, curioso, uno nunca se para a ver si está viviendo hasta que le dicen que puede dejar de hacerlo.
Pero es que yo no era más que un tipo corriente. Por eso no entendía por qué me pasaba eso a mí.
No debo excederme mucho, ya que me han dicho que no es muy recomendable que gaste mis energías ni tan siquiera haciendo esto, así que intentaré ir con el mayor ritmo posible, porque de momento no lo estoy consiguiendo.
Tengo cáncer. Me lo diagnosticaron hace unos dos meses.
Al principio no lo quieres asumir, y entras en una fase de negación que hace que todo sea aún peor.
Yo estuve hasta hace nada en ella, y tenía mis razones.
El porcentaje de éxito no era muy alto, y, si el final fuese irremediable, no quería pasarme los últimos días de mi vida entre unas paredes de hospital, oliendo a suero y medicinas, viendo cómo el pelo se me empezaría a caer poco a poco, sin tan siquiera reconocerme al mirarme al espejo debido a los efectos secundarios de la quimio.
No quería que los míos se pasaran el día llorando y viniendo a verme a este deprimente lugar, que el recuerdo de aquel que fui se les fuera desvaneciendo, entrando en sus vidas ese nuevo, adentrándose tan profundamente en su cerebro, que, en el futuro, cada vez que hablaran de mí me recordaran así.
Me negaba. Al fin y al cabo estaba en mi derecho, era mi vida, mi enfermedad, una decisión que me concernía sólo a mí. Sólo yo tenía derecho a decidir sobre cómo quería pasar los últimos meses de mi vida.
Hablé con familiares, con amigos, con ella, y les dejé clara mi postura. No había posible vuelta atrás.
Tal vez tú, que me estás leyendo, estés de acuerdo con ello, tal vez no.
Tal vez hayas leído uno por uno todos los puntos que había argumentado para defender mi opción, y te hayan convencido.
Son persuasivos, lo sé. Conmigo también me pasó, yo también me los creí.
Pero eran mentira.
Porque lo único que me pasaba era que tenía miedo. Que el terror se había hecho dueño hasta del último músculo de mi cuerpo, que no tenía valor para afrontar todo lo que venía, y que la decisión más fácil era meterme debajo de la manta, culpando al mundo y todos los que habitan en él y esperar sin más.
Hoy la miro, y me pregunto cómo pude llegar a ser tan cobarde.
Porque quiero vivir. Quiero VIVIR. No preocuparme por cada minucia de la vida, no ir con prisas de un lado a otro, no agobiarme hasta el punto de cambiar mi humor por motivos de trabajo, o por falta de él.
Ya no pienso en luchar. Pienso en vencer.
Cada mañana en mi mente sólo está esa palabra, la confianza, la fe en que todo pasará. Porque quiero volver a respirar su olor a despertar, quiero discutir de nuevo con mis amigos viendo un partido de fútbol, quiero sentarme, sin mirar el reloj, sin prisa.

Se oyen unos leves golpes sobre la puerta de la habitación, y, al mirar, descubre a su mujer, apoyada en el marco, con una sonrisa.
¿Te queda mucho?
Enseguida termino.
Vale, avísame. Te quiero.
Te quiero.

¿Veis? De eso es de lo que os hablaba. De sus ojos, de su esperanza, desde que yo decidí tenerla. De su fuerza de voluntad, de su fe ciega en que todo va a salir bien. 
Estaba equivocado. Era mi enfermedad, era mi vida, y era mi decisión, sí. 
Pero esa decisión no me concernía sólo a mí. Nunca lo hizo.
Porque aunque uno pueda volverse el ser más egoísta del mundo –y es entendible-, hay personas a tu lado a las que en ese momento les están clavando exactamente el mismo cuchillo oxidado y retorcido que a ti, sangrando igual, sufriendo igual. Tal vez más, porque aparte tienen que soportar la frustración, la impotencia, el tener que disimular que no están aterrados. Pero lo hacen, porque son valientes.
Lo fueron desde el primer momento. Y yo debía devolvérselo.
Porque su esperanza se alimenta con la mía y viceversa, y ya no voy a volver atrás.
He aprendido a pelear, a enfrentarme a las cosas, a ser fuerte.
He aprendido que uno nunca se para a vivir hasta que le dicen que puede dejar de hacerlo.
He aprendido que, lo que hoy es importante, mañana no lo es.
No pienso en luchar. Pienso en vencer.
Ahora sé que soy más que un tipo corriente, que tengo gente alrededor que me hace ser mucho más que eso.
Apuesto a que vosotros también la tenéis.
Así que si estáis leyendo esto, y os argumentáis a vosotros mismos o a los demás cualquiera de las razones que yo daba -a primera vista coherentes hasta cierto punto- para cruzaros de brazos, ya os digo que tal vez con ellos funcione, pero a mí no me engañáis.
Tenéis miedo, simplemente. Y es normal. Ellos también lo tienen.
Yo también lo tengo. Por eso peleo.
Para volver a respirar su olor al despertar, para volver a ver un partido con mis amigos.
Para empezar a vivir.
Pero esta vez de verdad.



miércoles, 21 de noviembre de 2012

Los Chicos Del Cerebro Sólido


Llegó el momento de sacarlo a la luz. Diez años desde que lo escribí. Demasiados.


Pasados los años, veo la historia como algo lejano, casi irreal.
Ha tenido que pasar mucho tiempo para que pueda hablar sobre ello, y seguramente para quien lo lea no sea más que una simple historia, como muchas otras. No les puedo culpar. A los que piensen eso, simplemente, les diré que ellos no estuvieron allí. No sintieron lo que yo sentí, nunca miraron a los ojos que yo miré.
Poco más que un grupo de niños jugando a ser mayores, una infancia repartida entre sueños y dificultades, algo más que una simple amistad. Cientos de tardes en aquel parque, jugando a ser alguien que nunca fuimos, sin saber que nuestra vida real era mucho más emocionante que cualquiera de las personas que fingíamos ser.
Muchos años desde aquello, quizás cientos.
A pesar de los innumerables recuerdos, se me quedó especialmente el de aquella tarde de primavera, en la que nos dimos cuenta de que crecíamos, aunque se nos olvidara a los cinco minutos.
  • ¿Os habéis preguntado qué pasará si algún día no nos vemos?
Éste que habló fue el más bromista del grupo, el típico gordo -para él no era absolutamente ningún inconveniente que lo llamáramos así- con sentido del humor. Ya sé que parece el típico prototipo, pero es que él lo era. Disculpadme si no llamo a ninguno por su nombre, pero es un dato que prefiero no desvelar.
Tras esa pregunta, todos nos quedamos en silencio, más aun del que había hasta ese momento.
Yo sentado, jugueteando con una rama, y mirándome la camiseta sucia, pensando en cuanto tiempo tardaría mi madre en callarse los gritos cuando me la viera.
A mi izquierda la pareja inseparable. Ella era la única chica del grupo, quizás por eso le teníamos ese respeto todos. Sólo hablábamos de cosas de chicos cuando ella no estaba delante, y por Dios que no era por educación, más bien por miedo. Su cabeza reposaba en las rodillas de nuestro amigo, el primero que se enamoró de todos nosotros. Por aquel entonces no lo entendíamos… no sé si alguna vez conseguimos hacerlo; de todos modos, ni siquiera sé si alguno consiguió entenderse a sí mismo alguna vez. Se besaban delante de nosotros, supongo que para darnos envidia, y si lo hacían por eso, la verdad es que siempre lo consiguieron. Pero ella era una más, la primera en pringarse hasta las rodillas cuando hacía falta, la primera en empezar una pelea... era como un chico, pero con una cara preciosa y un cuerpo que provocó los primeros deseos de mi vida. Él lo sabía, pero nunca nos dijo nada; tenía claro que si ella hubiera sido la novia de alguno de nosotros, le hubiera ocurrido igual.
  • ¿Estás loco?
Dijo ella, mirándolo despectivamente.
  • Eso nunca nos pasará. Eso solo les pasa a los imbéciles, a esos que mucho hablar mucho hablar y luego a las primeras de cambio se pierden, se olvidan de los de siempre, se les hace el cerebro agua, o algo parecido.
Al decir esto, ella sola rompió a reír, hasta que nos contagió a todos. Nos contagió, es cierto, pero parece que la pregunta de aquel gordo que pocas veces tomábamos en serio nos entró de una forma rara en ese cerebro que aún, según la ciencia de nuestra amiga, por nuestra edad, teníamos sólido. Nos hizo sentir incómodos, y, por primera vez, el simple hecho de dejar de pensar en ello no nos calmaba.
  • No tiene por qué ocurrir.
Dijo “su chico”, como ella lo llamaba.
Increíble. Tienes un amigo desde preescolar, le aguantas todas las tonterías del mundo, te comes todo lo peor que tiene, y llega una niña y de pronto ya no es tu amigo, ni siquiera tiene nombre… ya es “su chico” para todo y para todos. Él, “su chico”, siempre tenía razón, no sólo para ella, para todos. Era el más calmado del grupo, el más racional, supongo yo, o el menos loco.
Lástima que acabara como acabó.
Solo, como siempre estuvo. Como estamos todos, y como, al fin y al cabo, tuvimos la suerte de evitar estar durante aquellos años. Su simple voz nos daba tranquilidad, y sus decisiones casi siempre, más por lógica que por autoridad, acababan siendo las adoptadas.
  • Ya, pero ¿Y si ocurre?
  • Ya la has oído, no ocurrirá. No debemos preocuparnos por eso, y además, en el hipotético caso de que….
  • No ocurrirá. -Dije yo..
Todos me miraron sorprendidos. No había dejado de juguetear con la rama en toda la conversación, y parecía totalmente ausente de ella. Sin embargo mi voz salió autoritaria, dura, tema zanjado, callaos ya.
Los miré a los ojos y repetí.
  • No ocurrirá.
No volvimos a hablar del tema. Supongo que en ese momento se nos quedó grabado a todos, y nunca más se escuchó alguna duda más al respecto.

Recuerdo numerosas cosas de aquella época, pero hubo una noche, una noche que vive en mi mente. El olor a algo que nunca había olido antes en ese parque, y el gesto de mi amigo, ausente, perdido, esperando que nos quedáramos a solas… sabía que hablaríamos del tema.
  • ¿Sabes?
Era una noche extraña, y acababa de morir su madre. Su novia y nuestro otro amigo se habían ido a dormir, y él y yo fingimos hacer lo mismo para volver a este maldito parque del que jamás salíamos, con unas latas de cervezas baratas.
  • No la cambiaría por nada del mundo… excepto por vosotros.
De verdad, sé que a veces no me tomáis en serio y eso, pero créeme, no sé demasiado bien si estoy enamorado o no porque ni yo soy mucho de esas cosas, ni me lo acabo de creer del todo, pero siento algo por ella. Pensarás que estoy loco, pero ayer se lo dije a mi madre, y me sonrió… yo creo que me entendió. Pero bueno, lo que te iba diciendo, que me pongo a pensar que cambiaría por ella… y sé que jamás podría compararla con mis amigos.
Le sonreí, algo incómodo por este tipo de conversaciones con él, pero enormemente agradecido por sus palabras… ni siquiera importa que no fueran verdad.
Abrió una lata de cerveza, otra más, y miró al cielo.
  • Oye, ¿Tú piensas que de verdad la gente va al cielo? Yo creo que es una chorrada, pero no sé, me alivia mirar y pensar que a partir de hoy mi madre estará ahí….
De repente, me miró, con las lágrimas saltadas.
  • Qué idiotez, ¿Verdad?
Le miré a los ojos, y pasados unos segundos, negué con la cabeza.
  • No es una idiotez, yo lo pienso así.
Mentí, al menos, por aquel entonces. Para nada creía que alguien pudiera vivir en el cielo, pero en ese momento, mi amigo necesitaba esa mentira para ser feliz.
Irónicamente, hoy sigo mirando ese cielo, y me pregunto si será cierto, si habrá alguien ahí, a pesar de todo.
La noche pasó, y no volvimos a hablar en toda ella. Respetamos su silencio.
Al día siguiente ya nadie hablaba de la repentina muerte de la madre de mi amigo, el pueblo era así. Todo lo que ocurría, fuera lo que fuera, se quedaba en las retinas de las viejas calles silenciosas, y nadie volvía a hablar de nada. Quizá queréis saber más de cómo ocurrió, pero os prometo que lo más importante de aquella noche, aunque parezca increíble, fue aquella conversación.
Mi amigo era otra vez el de siempre, pero cada vez que lo miraba a los ojos, cada vez que nuestras miradas se encontraban, veía ese agradecimiento por la noche anterior; lo seguí viendo siempre, incluida la última vez que lo miré, en aquel centro.
Ni siquiera recordaba quien era él, pero jamás se le olvidó quien era yo.

Estábamos en nuestro rincón apartado, nuestro pequeño paraíso, los cuatro tumbados, con los ojos cerrados. El sol bajaba a medida que el viento se levantaba, pero muy suavemente, desperezándose de forma lenta, casi intentando unirse tímidamente a nuestro grupo.
  • Quedan pocos días para que finalice la primavera.
Dijo mi amigo levantándose tan bruscamente que golpeó con el codo la cabeza del gordo. Éste protestó hablando consigo mismo, frotándosela repetidamente.
  • Ya lo sabemos. -Le contestó, aún enfadado.-
  • ¿Y? -Preguntó ella.-
Sabía que si había dicho eso era por algo.
  • Vamos, no me digáis que no sabéis la historia del barco hundido.
  • Por favor… no me digas que crees en eso.
Él la miró a los ojos como respuesta.
La historia del barco hundido era una leyenda que corría por nuestras calles, todo el mundo sabía de qué se trataba. Se suponía que años atrás un barco mercantil se había hundido en el mar justo por nuestro pueblo. Los vecinos se tiraron sin pensárselo dos veces desde el único sitio posible, desde el pico saliente de la montaña más alta, dando el inevitable rodeo a toda la ladera, y habían salvado a todos sus tripulantes nadando con ellos hasta tierra firme. Se decía que el que hiciera el mismo ritual que nuestros antiguos vecinos, el que fuera capaz de andar lo que ellos anduvieron y llegar hasta el barco, podría pedir un deseo, el que él quisiera, por muy imposible que pareciese, y éste se cumpliría. A mí la verdad la historia siempre me chocó. Dudaba demasiado de que tan sólo un habitante de nuestro pueblo tuviera valor para tirarse desde allí arriba arriesgando su vida por unos desconocidos. Lo curioso es que la historia se había producido la última semana de la primavera, y para cumplirse el deseo debía hacerse en esos últimos siete días, o sea, que podías ser un atleta profesional, correrte la ladera como si fuera una autopista, y hacer el salto del ángel para caer limpiamente en las sucias aguas, que como te pasaras un día no había deseo que valiese.
  • Es cierto, mi padre lo dice. -Habló el gordo.-
  • Su padre lo dice.
Dijo mi amigo, como si la palabra del padre del gordo, un alcohólico separado, fuera sagrada.
  • ¿Y qué pretendes? –Pregunté-
Me miró, y yo asentí.
  • Por mí vale.
  • ¿Estáis locos? ¿Os creéis que eso es entrar y salir? Aunque pasáramos la ladera, cosa que nos llevaría horas, tendríamos que saltar desde veinte metros al fondo del agua, y por si fuera poco, una vez allí hundirnos y hundirnos hasta dar con el barco, y luego salir. –Protestó ella-
  • Eso haremos.
Exclamó mi amigo, soñador, como si todos los peligros que su chica había numerado solo le hubieran aumentado las ganas.
  • No sé chicos….
  • Mañana aquí, es nuestra oportunidad. Estamos a dieciocho, y pasado mañana es lunes; la primavera acabará antes de que vuelva el fin de semana, y solo tenemos esta ocasión.
Asentí, sabiendo que en veinticuatro horas aproximadamente me arrepentiría mucho de esa respuesta, concretamente cuando tuviera a mis pies veinte metros de vacío y al fondo una bañera, o eso me parecería en aquel momento.
  • Yo también.
Dijo el gordo apresuradamente, supongo que por no ser por una vez el último en aceptar un desafío.
Todos la miramos, y ella nos miró a todos.
  • Dejadme esta noche para pensarlo.
Asentimos, pero sabíamos que no había nada que pensar. Ella vendría.

Esa noche llegué el primero, diez minutos antes, y no paraba de mirar mi reloj, ese súper reloj que mis padres me habían comprado después de que lo pidiera incansablemente. Cuando el segundero llegó a menos diez, tres sombras aparecieron por el fondo. Estábamos todos, estaba oscuro, y nos disponíamos a subir una ladera que nos llevaría toda la noche.
Cada vez que pienso en mi amigo, recuerdo que en ese momento jamás pensé que iba a estar tan cerca de no volver a salir de allí.

  • Es ahí. -Dijo el gordo-.
No quería sonreír. En verdad, conociéndole, calculo que estaría a punto de mearse de miedo. No quería sonreír, pero lo hizo.
Los cuatro nos miramos, y nos paramos justo un paso antes del precipicio. Veinte metros, veinte. Ya sé que algunos pensarán que al fin y al cabo no es tanto, que hay acantilados e incluso puentes muchísimo más altos. Podría dármelas de listo y aumentar la altura, pero no deseo hacerlo. Eran veinte, y quién crea que es poco, que se encuentre en la situación en la que estábamos nosotros.
Le pegué un puntapié a una piedra para verla caer. Primero se quedó enredada en unas malezas, y después cayó sin oposición, golpeándose una y otra vez con los salientes. En ese momento se me congeló el cuerpo, un sudor frío me invadió la espalda, ni siquiera pude moverme, y pensé que no lo haría, que si me tiraba por ahí jamás recibiría el frescor de la zambullida, el agua susurrándome al oído que seguía vivo.
  • Quién va primero. -Dijo ella-.
No fue una pregunta, fue un desafío.
Entonces, para asombro de todos, nuestro gordo amigo se tiró sin avisar, sin pensarlo. Los tres nos miramos totalmente perplejos, asombrados, tanto, que por un instante se me olvidó todo.
Ella fue la siguiente, y mi amigo la siguió.
Cerré los ojos, y simplemente, salté. El aire me cortaba la cara, aire puro y gélido que me arrancaba lágrimas. Quise gritar, pero el leve intento de despegar los labios me hizo dar una bocanada de aire tan violenta que creí que me ahogaría en ese mismo momento. Los oídos me zumbaban estrepitosamente, me sentía mareado, y al mismo tiempo pensaba en mi reloj, en qué pasaría si se me había perdido en el trayecto.
  • ¡Estoy vivo! –Oí-

El gordo estaba vivo, pero, ¿Lo estaba yo? No sentía nada, ni siquiera recordaba cuando me había zambullido, si es que lo había hecho y no tenía la mitad de la cabeza pegada a una roca.
De pronto vi a la chica haciéndome señales de que la siguiera, los otros dos iban delante. Buceamos, buceamos hasta lo más hondo que pudimos… y allí estaba, esperándonos. Los cuatro expectantes, aguantando la respiración como nunca en nuestras vidas lo habíamos hecho, mirando perplejos un gran barco, nada lujoso, pero muy grande, hundido en las más bajas profundidades de un pueblecito al sur. Cada uno pidió su deseo, eso supongo, y salimos a la superficie, ahogados.
  • ¡Era verdad! ¡El barco estaba ahí!
Dijo el gordo, con todo el pelo pegado a la frente.
- El barco, sólo eso.
Advirtió ella, aunque en su sonrisa dejaba ver que también estaba ilusionada.
En ese momento, a pesar de que como he dicho siempre despertó en mí deseos, vi que era una niña, sólo una niña… exactamente igual que nosotros.
De repente los miré, todos nos miramos.
Sin decir una palabra, y con los pulmones amenazándome de que ni se me ocurriera hacerlo, cogí aire y me sumergí.
Mi amigo, mi amigo no había salido.
Fui hasta el barco, pensando que fácil sería intentar respirar, desesperarme, morir. Mientras esto cruzaba por mi mente lo vi. Tenía el morado como sustituto del rosa de su piel, y me sonrió, alzándome el dedo pulgar. Jamás olvidaré aquel instante. No se había perdido, ni había enganchado su camisa a ningún obstáculo impidiéndole volver a la superficie… simplemente, no quería salir.
Lo cogí, y lo llevé hacia arriba. No puso oposición.

  • Un maldito clavo del barco.
Les contaba a los otros dos.
  • Intenté escapar, cuando me di cuenta de que estaba atrapado. Os llamé, pero eso sólo hizo que tragara agua a borbotones, y al ver como os alejábais… creí que no lo contaba.
Yo lo miraba, incrédulo, sorprendido. Cuatro ojos se fijaban en él como si fuera un héroe, orgullosos, mientras que otro par lo radiografiaba sin comprensión.
  • Y al llegar tú, pudísteis entre los dos quitar el maldito clavo ¿No?
Dijo la chica, pasándose el pelo húmedo por detrás de la oreja.
  • Eso hizo. -Contestó mi amigo entre risas, sentándose junto a mí y dándome una palmada en la espalda.-
Lo miré lentamente, preguntándole con esa mirada qué diablos estaba haciendo, qué diablos había hecho cinco minutos antes.
Sin embargo, sólo pude verle una sonrisa.
  • Eso hizo. –Repitió-

No hay mucho más que contar. Llegamos el domingo por la noche, con todo el pueblo alborotado. Mis padres habían proclamado a los cuatro vientos mi ausencia, y los padres de mis amigos los siguieron. Estaban tan convencidos de que un loco nos había raptado a los cuatro que incluso ya habían llamado a algún medio. Eso eran los mayores. Unos locos que jugaban a ser maduros, con el cerebro líquido, que por la ausencia de algo más de veinticuatro horas de sus hijos ya querían linchar a un tipo que ni siquiera existía.
Después de un rato de besos y abrazos, de pañuelos con saliva para quitarnos la suciedad de la cara, y de alguna colleja que otra, nos fuimos los cuatro a nuestro escondite, nuestro paraíso.

  • ¿Os habéis preguntado qué pasará si algún día no nos vemos?
Preguntó el gordo.
  • ¿Estás loco? Eso nunca nos pasará. Eso sólo les pasa a los imbéciles, a esos que mucho hablar mucho hablar y luego a las primeras de cambio se pierden, se olvidan de los de siempre, se les hace el cerebro agua, o algo parecido.
Contestó ella. Rió, y reímos. Pero teníamos esa pregunta en nuestra mente.
  • No tiene por qué ocurrir.
  • Ya, pero, ¿Y si ocurre?
  • Ya la has oído, no ocurrirá. No debemos preocuparnos por eso, y además, en el hipotético caso de que….
  • No ocurrirá.
Dije, y todos me miraron, creyendo que ni siquiera estaba escuchando.
Los miré a los ojos y repetí.
  • No ocurrirá.
Hubo un rato de silencio, silencio que empleamos en volver mentalmente a la hazaña que habíamos realizado, para pensar que habíamos saltado un precipicio y sobrevivido, para muchas cosas, pero yo sólo podía pensar en mi amigo, en por qué lo había hecho.
  • Bueno, me voy. –Dijo ella- Y si mis padres no me matan… mañana nos vemos.
Le dimos las buenas noches, y la miramos correr, los tres enamorados de ella, de la primera chica de nuestras vidas. La observamos hasta que no quedó absolutamente nada de su silueta en la oscuridad.
  • Yo también me voy.
Dijo el gordo, levantándose y sacudiéndose el polvo del trasero.
  • Si corres aún puedes acompañarla a casa.
Éste fue mi amigo. Lo dijo de broma, sonriendo, sin el menor enfado.
  • ¿Qué? -Respondió, ofendido y ruborizado.- ¿Crees… crees que me voy por ella? ¡Vamos! Tengo que irme, mañana hay clase y….
  • Vete ya. -Dije sonriendo-.
Me miró, sin saber de qué parte estaba.
  • Bah, iros a la mierda. Los dos.
Nos quedamos solos, él y yo. Sabía que se lo iba a preguntar, lo sabíamos los dos, pero no sabía cómo empezar.
  • No sé por qué lo hice. -Dijo de repente, ahorrándome un tremendo esfuerzo.- No le demos más importancia.
  • ¿Cómo?
  • Tú me salvaste. No se puede considerar que fue un intento de nada si sabes que hay alguien a tu lado, que es totalmente imposible que pueda pasarte nada. Yo lo sabía, sabía que tú vendrías en mi ayuda.
Se levantó, y volvió a hablar.
  • Sólo necesitaba saber que tenía a alguien.
Sin decir una palabra más, comenzó a alejarse, dejándome aún más confuso que antes, deseando hacerle un millón de preguntas, y sin poder realizar tan siquiera una. Se levantó, simplemente, y comenzó a andar.
  • ¿Y si no hubiera llegado? ¿Hubieras salido por ti mismo?
Su silueta se detuvo, petrificada en el acto. Se paró tantos segundos que creí que no me había oído.
  • Llegaste. -Dijo sin volverse-
Dicho esto, se fue.

Eso éramos. Chicos con el cerebro sólido, sin pensar en nosotros mismos, dispuestos a lo que fuera por un amigo de verdad. Al crecer se les vuelve el cerebro agua, había dicho ella.
A mis cuarenta y cinco años las neuronas hacen bastante tiempo que nadan, demasiado. Por eso necesitaba contarlo, saber que aún no estoy perdido, no mientras recuerde aquellos años y las lágrimas se me salten.
Soy adulto, y fracasé en mi intento de no serlo, como hicieron ellos. Nos convertimos en eso, justo lo que no quisimos, justo lo que temíamos.
El gordo se mudó, jurándonos, ya con dieciocho años y llorando como un bebé, que vendría todos los fines de semana. Al tercer mes tuvo una gripe que le impidió pasarse por el pueblo, al cuarto un examen terrible le privó de venir. Al año ni siquiera se molestaba en darnos explicaciones, simplemente, el teléfono dejó de sonar.
Mi amigo y su chica se fueron a vivir juntos. Yo encontré novia, una chica que hoy en día es mi mujer, y nunca se llevó demasiado bien con mi amiga. Múltiples peleas, desencuentros. Cuando ambas partes formalizamos nuestros compromisos, la distancia hizo el resto.
El día de mi boda los invité, mandé la cita a la última dirección que sabía de ellos, rezando porque aún siguieran allí. Todavía recuerdo cómo tuve esperanzas hasta el final de la ceremonia de que los dos únicos asientos libres de la sala se llenaran en algún momento. No lo hicieron.
Al salir de la iglesia, entre todo el barullo, entre todos los clamores, vi a un hombre de unos treinta y algo años, terriblemente maltratado por la vida, con demasiadas arrugas para su edad, y con la tristeza en sus ojos. Ese hombre me sonrió en la lejanía, agradeciéndome aún que le hubiera salvado la vida.

La última vez que lo vi fue hace unos siete meses. No sé cómo me llegó una nota diciéndome que estaba en un centro psiquiátrico, quizás me la mandara ella misma. El médico me dijo que su mujer se había largado, se había ido, sin más, sin explicaciones, después de una vida entera juntos, llevándose consigo lo poco que tenían… se había vuelto loco, no paraba de decir incoherencias sobre un barco hundido, sobre deseos no cumplidos.
Crucé la puerta y lo miré, acompañado del personal del centro. Me miró, y sonrió. Fue una sonrisa sincera, quizás la única alegría que por esas fechas ya esperaba.
Al día siguiente lo encontraron muerto en su habitación. Dicen que murió por un ataque al corazón, pero yo sé que murió ahogado, atrapado en un barco hundido del que nunca llegué a salvarle.

Miles de momentos de los que me obligo día tras día a no escapar. De alguna manera, debo mantener vivo ese recuerdo. Creo que ninguno de los otros dos que quedan lo tiene ya, que se les perdió hace mucho tiempo. Yo lo perdí a medias, y de un tiempo a esta parte me he jurado que no se me olvide jamás. El otro restante que también lo perdió a medias está muerto.

Esta es mi historia, este es mi secreto. Necesitaba contarlo, hablar de ellos, de las tres personas más importantes que han pasado por mi vida, las únicas en las que he confiado. Explicar que con catorce años tuvimos más valentía, más honor y más amistad de lo que puedo llegar a entender hoy en día.
El cerebro se les hace agua cuando crecen, dijo ella.
Debe ser eso.
Pienso en ellos, y a pesar de todo, no puedo evitar un sentimiento de felicidad, de paz.
Pienso en ellos, oigo sus risas, y de nuevo me siento en aquel escondite nuestro, con el gordo tendido mirando al sol, la cabeza de ella apoyada en el vientre de mi amigo, y con ese olor tan dulce que se respira cuando se tiene el cerebro sólido.

sábado, 10 de noviembre de 2012

Apocalipsis


Escuché una canción, y en mi mente empezaron a nacer escenas, sueltas, y a la vez unidas.
Las notas acompañan cada palabra.

El ser humano está dejando de ser humano.

Ese es el  verdadero apocalipsis.


El fin del mundo es inminente.
Ya no queda esperanza, ya no hay una sola razón para evitarlo.
Ya sólo queda redención.
Estoy en el centro de todo, así, tal cuál. En medio de un campo árido y seco, un campo muerto. Mi gabardina gris se mueve, muy lentamente, producto de los últimos coletazos de una brisa que aún lucha por no apagarse definitivamente.
Mis manos permanecen metidas en el interior de los bolsillos, y no respiro.
Yo nunca lo he hecho.
Pero no, no soy tan diferente a lo que hay aquí.
Vosotros tampoco lo hacéis, aunque os creáis que sí.

Un chico lleva horas bajo la ducha, con la cabeza gacha, totalmente inmóvil, dejando que el agua golpee en el centro de su coronilla violentamente y se desplome por todo su cuerpo. Su respiración comienza a acelerarse, y su gesto se contrae. Sigue respirando a mayor velocidad, hasta que empieza a jadear, y apoya la palma de la mano derecha en los azulejos blancos, impolutos, tan en contraste con su situación.
Llora. De rabia, de dolor. Tal vez las dos cosas.
Sigue cayendo el agua, mas eso no le limpiará por dentro.

Un árbol cruje por última vez, después de más de un siglo vivo, de pie, haciendo frente a toda una vida y habiendo visto mucho más de lo que hubiera deseado ver. Y después de años de supervivencia, después de tanto tiempo haciendo de centinela silencioso, decide que ya está bien de aguantar tanto, tanto para nada. No hay solución. Ya no. Se oyen los últimos resquebrajos de su cuerpo lleno de astillas –como el del chico de la ducha, al fin y al cabo- y se parte en dos, sin la menor duda, sin el menor esfuerzo por mantenerse.

Una chica seria, absorta, con la mirada perdida en la nada. Sentada en una silla en medio de una habitación totalmente vacía, prácticamente a oscuras. Una persiana a medio abrir deja que entre la única luz de la habitación, proveniente de la calle, pero eso sólo hace darle un toque aún más lúgubre a la escena.
Por debajo de sus ojos caen un par de hileras oscuras, manchas de rimmel, manchas de lágrimas derramadas hace poco, y a la vez, hace tanto tiempo. Ya no tiene siquiera necesidad de llorar, sería totalmente en vano. Ya no hay esperanza. Esas manchas no son sino recuerdos de lo que un día fue, de lo que un día le dolió, y eso hace que aún quede dentro de ella la sensación de que hubo un día en que se sintió viva.

Las calles están colapsadas, pero no, no de gente. Hubo un tiempo en que sí, en que los únicos colapsos que se producían eran de personas, de personas llegando tarde y con prisas, de personas insultándose, barriendo la mierda debajo de sus alfombras, de cláxones impacientes y de insultos a aquel que no pensaba como ellos, no vivía como ellos, no era como ellos.
Ahora los únicos colapsos los produce esta lluvia que lleva dos meses sin detenerse ni por un sólo minuto. Llueve y llueve sin parar, tal vez producto de la ducha abierta de un Dios que no está muy seguro de si esta vez enviar un diluvio o mejor dejar que nosotros mismos nos sigamos cargando el mundo solos, que lo estamos haciendo muy bien, casi mejor de como lo haría él.

Una persona mira a otra, en silencio. Creía que la conocía, creía que podía confiar en ella, pero no, ya nadie mira por nadie. Personas como esa, sensibles, con fe aún en un mundo mejor, serán los primeros en caer.
Quizás personas como la otra piensen que así pueden llegar un poco más lejos, apuñalando unas cuantas espaldas y salvando su propio culo un par de veces, pero no, también caerán. Quizá más tarde, pero con más deshonra.

La moneda cae hacia abajo, girando violentamente, ya está a pocos metros del suelo, y esta vez saldrá cruz.

Un anciano se sienta encima de una lápida, dispuesto a pasar otra tarde más allí. Ya la gente no sale a la calle, pero eso a él no le preocupa. Estuvieron toda una vida juntos, y nada hará que eso cambie, nunca. Da igual quién esté aquí o no, los dos, uno de los dos, ninguno. Ellos están vivos, y lo estarán para siempre, mientras estén juntos. Su frente arrugada y sus canas despeinadas así se lo dicen.

Un hombre camina por las calles solitarias, sin un rumbo fijo. Pasa por delante de unos ladrillos arrinconados, e, improvisadamente, decide sentarse sobre ellos. De uno de los bolsillos interiores de su vieja chupa, que debería parecer de cuero y se sabe de plástico, saca una cajetilla arrugada de tabaco, y encuentra tan sólo uno. Se lo pone en la comisura de los labios, y saca del bolsillo izquierdo de su pantalón beige manchado un sobre con tan sólo dos cerillas, arrancando una de ellas. La enciende con su uña sucia y larga, pero, justo cuando se acerca con ella al cigarro, esta se apaga. Se queda un rato inmóvil, como alguien que no entiende qué es lo que ha ocurrido, o como alguien demasiado cansado para sorprenderse por ello. Vuelve a arrancar la única que le queda, y, con esta sí, consigue encender el cigarrillo, como si fuera un último guiño del mundo. Le da una profunda calada, y fija sus ojos en el cielo, de un color entre gris, rojo, negro. Hubo un día en que fue azul. De eso hace ya mucho tiempo.
Por entonces ni siquiera fumaba.

Dos jóvenes están sentados en un coche negro, largo, muy antiguo. Cada uno mira por el cristal de su ventanilla. No tienen más de veinte años. Él, rubio, fija su mirada en un punto del desolador paisaje, lleno de coches estropeados y abandonados. Un desguace sería una manera muy halagadora de definir la escena. Ella, con una felpa recogiéndole el pelo que le cae sobre los hombros, contrasta ese gesto inocente con una gruesa lágrima rodando por su mejilla, la cual viaja por cada poro que se encuentra en su línea recta de camino hasta resbalar por el mentón y estrellarse contra el comienzo de sus pechos. Un día esto no era así, creen recordar, aunque ninguno está seguro de ello.
Tal vez simplemente lo soñaron.

Un loco corre por las solitarias carreteras, zigzagueando y huyendo de algo que sólo sabe él. Quizá de un monstruo imaginario, quizá de su vida, quizá de su pasado. No importa. Sea lo que sea, le acabará alcanzando.
Sobre lo que un día fueron poderosos edificios, y hoy son sólo gigantes muertos, se posan palomas negras, plañideras de este inmenso funeral.

Sigo en medio de este campo muerto. Continúo con los ojos cerrados, con las manos en los bolsillos, con la gabardina danzando suavemente al ritmo de una suave brisa moribunda y agonizante.
Como este mundo.
No, no soy ningún anticristo.
Tal vez sea la conciencia, la inocencia de un niño, el sueño de un adolescente, la esperanza de un pobre.
Sea lo que sea, estoy muerto.
Mis pies se alejan del suelo, sólo unos centímetros, hasta quedarme suspendido en el centro de todo, ahora más que nunca.
El fin del mundo es inminente, la moneda da sus últimas vueltas, a pocos minutos de caer, y esta vez saldrá cruz.
Abro los ojos, llamándome la atención un detalle que hasta ahora se me había pasado inadvertido.
Una gota, una sola, cae una y otra vez sobre un punto fijo de este campo desolado y desértico. Como si sólo lloviera en esa estricta parte, en un radio de un milímetro.
En ese punto se aprecia un casi inadvertible brote verde, pequeño, diminuto, débil.
Pero vivo.
Tal vez la gota que cae una y otra vez sobre él sea de la ducha del chico, savia del árbol, una lágrima negra de la chica. Quizá sudor del viejo, saliva del hombre sentado en los ladrillos.
Quizá sea un conjunto de todo eso, o quizá no sea nada de ello.
Pero cae sobre un punto fijo, un punto de donde ha brotado algo verde, inadvertible, pequeño, diminuto, débil.
Y está vivo. 

domingo, 21 de octubre de 2012

Enemigos


No, nunca tuve ninguna duda de que podría seguir sin ti.
Que en estos tiempos ya nadie deja de vivir por nadie, que las cosas pasan. Que las fotos duelen, pero también existen cajones para guardarlas, e incluso llaves para cerrarlos ante la probable tentación, un sábado al volver a casa, o simplemente en cualquier momento en que el guardián de lo que no debemos hacer se vaya a dormir, de abrirlos e inundarnos en ellas, volviendo a empezar de nuevo. Que cuando todo empieza a desteñir al final acaba teniendo un color demasiado feo, y lo nuestro hacía tiempo que tenía unos tintes indescifrables. Que siempre se puede volver a la vida a la que he vuelto, a no dar explicaciones, a no saber cuando va a ser la última, a mentir, a besar, a prometer citas a la mañana siguiente que nunca llegan.
No, nunca tuviste ninguna duda de que podrías seguir sin mí.
De que ni siquiera estuve nunca del todo a tu altura, de las constantes peleas sintiendo cómo me quedaba atrás, sin entender tus noches enteras en la biblioteca, sin enterarme muy bien de esas cenas de tres platos, de no saber nunca en qué consistía el menú, a pesar de que me lo nombraras una y otra vez.
Que todo pasaría, que detrás de mí seguro que vendría alguien mejor, posiblemente más alto, más adecuado para ti, que supiera hablar el doble de idiomas que yo (o sea, con dos ya iría sobrado) y que te invitara a ver esas películas en versión original a las que yo nunca les acabé de ver la gracia.
Es raro estar en el mismo sitio que tú.
No es especialmente doloroso, ni melancólico, ni condeno mi mala suerte. Simplemente es raro.
Estar en el mismo lugar sin estar contigo, empezar a vivir estos días que tarde o temprano sabíamos que iban a llegar, no siempre íbamos a estar esquivándonos, evitando a acudir a sitios sólo por la probabilidad de que el otro también fuese; ya era demasiado extenso el tiempo de hacerse el feliz delante del otro, de las carcajadas forzadas, de los amigos sobreactuando para que ambos veamos lo bien que estamos.
Tal vez uno de los errores fue no pensar nunca algo tan simple como que, a veces, la culpa también era de uno, y no siempre del otro.
Estamos bien, no pasa nada.
Acabó, y cada uno ha rehecho su vida, de diferentes maneras.
No, nunca tuvimos ninguna duda de que podríamos seguir sin el otro.
Simplemente es extraño ese sentimiento de hacha enterrada, de no hablar contigo ni siquiera para gritarnos, porque de este mismo sitio salí contigo un día, parece ahora tan lejano, cogiendo tu mano disimuladamente, y apenas cinco metros más allá, en una noche de frío intenso, nos besamos por primera vez, quién sabe cuanto tiempo deseándolo. Porque en este sitio nos gritamos a viva voz, nos maldijimos, nos jodimos a más no poder… y ahora no hay nada de eso. Ahora todo es una extraña sensación de mar en calma, cuando ya no quedan ni siquiera rencores, ni siquiera gritos que pegarnos. Porque al menos mientras ocurría eso seguía habiendo algo, aunque fueran gargantas lastimadas y miradas fulminantes.
Ahora ya no hay nada de nada. Ahora es el verdadero final.
Estoy cansado de luchar, de discutir, de creer, de forzar.
Estoy cansado de quererte y de no hacerlo, de pensar en todo esto y de repetirme que no lo voy a volver a hacer.
No es cuestión de pasar página, sino de quemar el libro.
De apagar la luz y cerrar la puerta, sabiendo que no vas a volver a entrar ahí, y que no pasa nada porque nos crucemos por el descansillo, como ahora.
Que podemos saludarnos como si nada hubiese pasado, quitarle la respiración asistida de una vez por todas a lo nuestro y dejar que se muera sin hacer ruido, sin pena ni gloria.
Sonríes, tímidamente, y veo en esa sonrisa lo mismo que yo pienso, ese cansancio de pelear, ese hacha enterrada… esa renuncia definitiva a la idea de volver a estar juntos alguna vez.
Alzo la copa, y sonrío yo también, mientras me parece que nuestra mirada está durando más de lo que debería.
Ya no somos conocidos, ni amantes, ni pareja, ni siquiera enemigos.
No, si de algo estoy seguro, es que no quiero ser tu enemigo.
Nunca tuvimos ninguna duda de que podríamos seguir sin el otro.
Simplemente es extraña la sensación, el encontrarte en el descansillo, el no saber quién debe pulsar el botón del ascensor, sólo eso.
Ni conocidos, ni amantes, ni pareja, ni siquiera enemigos.
Y, seguramente me equivoque, pero juraría que en nuestra mirada ha habido todo eso.
Serán cosas mías.

martes, 25 de septiembre de 2012

Siempre.


  • Tengo miedo
Dijo, girando la cabeza y mirándome a los ojos. Y a pesar de que se le adivinaba en los suyos, una sonrisa inocente decoraba sus labios.
Me tenía al lado, y sólo eso le bastaba.
Yo la miré, y en ese momento sentí miles de sensaciones a la vez… aún las recuerdo todas.
Sí, a pesar de que no me acuerde ya ni de qué hice ayer, y me mire al espejo, cada vez me guste menos, y sienta que el niño aquel se va con una velocidad que aterra, todavía recuerdo con absoluta claridad cada sensación de ese momento; porque yo era su faro, y eso, a la vez que me producía vértigo, una enorme responsabilidad, y por supuesto miedo, como a ella, también me producía felicidad… esa felicidad que, por más que he intentado encontrar después, me resigné hace tiempo a pensar que se quedó allí, en aquella época, en aquella tarde, en aquellos niños.
  • Todos tenemos miedo... –Sonreí, como quien finge tener veinte años y saber de qué va la vida- …pero para eso estamos juntos, ¿No?
Una lágrima, una sola, resbaló sobre su mejilla. Sólo esa se permitió dejar escapar. Cayó al césped en el que estábamos tendidos, y desapareció entre la hierba.
Su mano agarró la mía, y suspiró.
  • ¿Siempre? -Sonrió-
Entonces la miré a los ojos, y supe que lo decía de verdad. Que aunque apenas estuviéramos empezando a vivir y no supiéramos nada, aunque creciéramos y algo cambiara por lo que fuera, en ese momento me decía eso con toda su alma, con absoluta certeza, con seguridad.
  • Siempre. –Sonreí yo-


  • Ayer otra vez igual ¿Eh? Por cierto, qué frío hace, cojones.
Salgo de mis pensamientos, y me vienen los años de golpe, las canas, los dolores. Miro hacia mi derecha, de donde proviene la voz. Un chico, de unos diecilargos años, asiduo también a esta misma parada de bus cada mañana, me habla, señalando el diario deportivo que tengo bajo mis manos. Lleva un grueso chaquetón, y un gorro que le llega justo a las cejas.
  • Pues sí, para variar -contesto-
  • Estoy empezando a pensar que todos los lunes son demasiado iguales. Siempre nos vemos después de una derrota. -dice sonriendo, y se sienta a mi lado-
Asiento, con la mirada perdida, y sus últimas palabras se niegan a dejar mi mente.
  • Aunque, si siempre ganaran… también los lunes serían iguales ¿No?
Me mira, y sonríe.
  • Sí, pero estaríamos felices. ¿A quién le importaría entonces que fueran iguales o no?
Vuelvo a asentir, y le dejo el periódico para que le eche un vistazo a esa dolorosa derrota de nuestro equipo ayer por tres a cero.
Sí, pero estaríamos felices. ¿A quién le importaría entonces que fueran iguales o no?” Sigue sonando en mi cabeza.
Obvio, acabo diciéndome.
Sí que hace frío hoy, sí. Más que de costumbre.
Será que es lunes, y los lunes siempre le cuesta a uno arrancar la semana, sobre todo si son las siete menos cuarto de la mañana y hace frío, sobre todo si un joven al que ves cada día empieza a llamarte de usted sin darte cuenta… sobre todo si cada día es como un lunes en el que la noche anterior tu equipo ha sido goleado.
  • Perdone, ¿Sabe a qué hora llega exactamente el bus?
Una mujer, de unos treinta y pico, me habla desde el otro extremo de la parada.
  • A las siete en punto, en teoría. Pero siempre se retrasa.
Ella asiente.
- Es que casi nunca paso por aquí, y me pilla un poco despistada.
- No se preocupe. –Sonrío-
Toma asiento finalmente, sentándose al lado del chico, y a su vez dejándolo en medio de los dos.
Ayer soñé de nuevo con aquel día, con aquellos días.
El tiempo pasó, y supongo que nadie estamos exentos de sufrirlo. Yo, al menos, no lo estuve. A veces me gusta pensar que ella sí, y que el tiempo la ha hecho completamente feliz. Otras, más egoístas y rencorosas, pienso que, si yo no he vuelto a encontrar la felicidad, espero que la suya se quedara en el mismo sitio que la mía.



  • De verdad, sé que ahora no me puedes creer, pero lo hago por los dos.
Habían pasado cuatro años desde aquella tarde en que me dijo que tenía miedo, habíamos vivido mil tardes más allí, nos habíamos visto crecer, hacer mil promesas... pero, por lo visto, al cumplir los dieciocho y tener planes de estudios en otras ciudades a uno se le quita todo ese miedo, esa tontería… aunque sigo preguntándome por qué a mí no, por qué a mí jamás se me quitó, si yo crecía como ella, si yo tenía exactamente los mismos planes.
  • Necesitamos encontrar cosas diferentes, descubrir otros sitios… sé que nos irá bien a ambos. -Sonrió-
Me había citado, en el mismo parque donde siempre quedábamos, pisando el mismo césped que un día nos vio tendernos sobre él y prometernos que siempre estaríamos juntos, para decirme que era hora de seguir el camino por separado.
  • Yo no necesito otra cosa que no seas tú. –Le dije, sin querer parecer que estaba suplicando, pero sin poder evitar que esta vez fueran mis ojos los que lloraban-
Pero su gesto era sonriente, como quien sabe que de verdad está haciendo lo correcto.
  • Jamás se me olvidará este tiempo contigo, jamás… pero créeme, algún día me lo agradecerás.
Veinte años han pasado, veinte. Aún no sé cuando coño va a llegar ese supuesto día en que se lo tenga que agradecer.
  • ¿Ya no tienes miedo? - Le dije mientras la veía alejarte-
Se giró, derramó una sola lágrima, como aquella vez, y sonrió.
  • Nunca he dejado de tenerlo.

Un año después la volví a ver. Ni siquiera sé si ella me vio a mí, supongo que no. Estaba a punto de entrar en la veintena, y era aún más increíble que la última vez; y sí, todo lo que me dijo en aquella despedida se cumplió… sólo que por su parte nada más. Alguien la acompañaba, y, la verdad, el rápido repaso visual que le hice me bastó para saber que a simple vista me ganaba absolutamente en todo.
Ella se había olvidado. Se había olvidado de todo. Y ahí me quedaba yo, pensando, por un lado, que no tenía sentido seguir sufriendo, y por otro, que fuera así o no ya era tarde… jamás me iba a olvidar de ella, lo mereciera o no. Jamás.
Ella haría su vida, y simplemente recordaría su adolescencia y al ser que la acompañó en ella con cariño, sabiendo que fue feliz, pero que solamente fueron niñerías, típicas relaciones adolescentes, mientras que yo viviría mi vida entera con esa despedida clavada, renunciando a todo, renunciando a pensar que eso existía de verdad, que había personas que no se cansaban, como se había cansado ella.



Miro a mi izquierda, y observo a la mujer, que mira al frente, con la mirada perdida. El corazón me late rápidamente, y es que, si fuera valiente, si aún no se me hubiera olvidado cómo era eso, seguramente le hablaría, y le diría que se parece increíblemente a una niña que conocí una vez.
La observo, cada vez con más atención, con más agobio, con más agonía. Sus ojos, sus rasgos, aún estando callada y seria, sus labios… tan sólo le falta una lágrima, una sola lágrima recorriéndole la mejilla, para no dudar de que es exactamente igual que aquella niña.
Me gustaría decírselo, me gustaría decirle que le agradezco, aunque no haya hecho nada por ello, que hoy mi corazón haya latido de nuevo. Me gustaría decirle que me recuerda a alguien, a la única persona que este corazón reconoce, que sus labios son iguales a los de esa niña, cuando me sonreía y me decía que estaríamos juntos para siempre, que sus ojos son los mismos que aquellos que un día me miraron con infinita inocencia e ilusión… que su rostro es demasiado parecido al de una adolescente que marcó mi vida para siempre.
Pero no, no puede ser la misma. No puede serlo, porque esa niña estaba llena de vida, de ilusiones, de confianza, y este rostro que ahora mismo observo no tiene nada de eso. Es bello, a más no poder, pero miro sus ojos y no veo ese brillo que veía en los de ella, miro su gesto y no encuentro ni un solo resquicio de esa felicidad que obtuvo junto a mí.
Pero qué bella es, a pesar de todo.
El autobús llega con su traqueteo incesante, y se para justo delante de nosotros, abriendo sus puertas para que los tres pasajeros que estamos aquí sentados nos subamos a él.
El chico se levanta, y lo observo subir, a paso ligero.
Después de unos segundos, el vehículo cierra sus puertas, y sigue su camino, dejándome aquí con el corazón petrificado, exactamente en la misma posición en la que me senté, con la mirada perdida.
La mujer sigue a mi lado, en idéntica posición.
El autobús, ese que jamás he perdido en años, se ha ido sin mí.
El autobús, ese que ella buscaba hoy, encontrándose en un sitio donde no suele, se ha ido sin ella.
De nuevo miro su rostro, y aunque es extremadamente precioso, sé que no es el de aquella niña.
Ya no lo es.
  • Me equivoqué. –Dice esa mujer, a la que no conozco de nada- Creí que lo hacía bien… pero me equivoqué.
No hablo, no contesto, no gesticulo.
Se levanta, y me mira a los ojos, con una lágrima, una sola lágrima, la única que se permite dejar escapar, resbalando por su mejilla.
  • Supongo que jamás dejé de tener miedo.
Giro lentamente la cara, y la miro a los ojos, sin sorpresa… sólo con dolor, aunque mi rostro no lo demuestre.
  • Un día nuestro equipo dejará de perder, y ganará todos los domingos… y entonces no importará si todos los lunes son iguales. Porque a nadie le importa que los días se repitan, mientras sean felices.
La mujer desconocida hace un gesto de no entenderme.
  • Yo también tengo miedo. –Digo, levantándome del asiento, con un dolor en las costillas desesperante.
La miro a los ojos, y añado:
  • Nunca dejé de tenerlo.
Le toco la mano a modo de despedida, y con solo ese leve contacto, vuelvo a tener quince años, aunque sea por un sólo segundo más en mi vida.
  • Todos tenemos miedo, señora.
Le digo, mientras comienzo a caminar lentamente.
Hoy, por primera vez en muchos años, haré mi camino andando.
Porque mientras siga haciendo lo mismo cada día siempre será lunes, siempre hará frío, siempre me llamarán de usted… siempre perderá mi equipo.
y eso algún día deberá cambiar.


  • Tengo miedo.
Dijo esa niña, girando la cabeza y mirándome a los ojos.
Yo la miré, y en ese momento sentí miles de sensaciones a la vez… aún las recuerdo todas
  • Todos tenemos miedo. Pero para eso estamos juntos, ¿No?
  • ¿Siempre? -Sonrió-
Entonces la miré a los ojos, y supe que lo decía de verdad. Que aunque apenas estuviéramos empezando a vivir y no supiéramos nada, aunque creciéramos y algo cambiara por lo que fuera, en ese momento me decía eso con toda su alma, con absoluta certeza, con seguridad.
  • Siempre.

martes, 18 de septiembre de 2012

Redención


Las gotas de lluvia golpean ferozmente contra el cristal de la ventana, en forma de amenaza. No es de esas ocasiones en la que la lluvia es plácida, como una suave sinfonía, una orquesta donde todo suena a la perfección.
Esta vez caen como si fueran pequeñas bombas venidas directamente del cielo, sin que su intención sea otra que quebrar el cristal e inundar la habitación.
Tal vez sea una gota por cada persona que dañó, una gota por cada dolor que causó.
Está sentado a los pies de la cama, con los codos sobre las rodillas, y las escuálidas y huesudas manos entrelazadas. La gabardina grisácea y vieja tiene un color aún más oscuro, casi negro, tras haberle caído toda la lluvia encima, y de vez en cuando incluso le siguen cayendo gotas de su gran bigote canoso.
Respira agitadamente, aunque de eso él no se da cuenta.
Él solamente escucha la lluvia amenazarle, en esta fría y cutre habitación de motel de carretera, y sabe que para él ya no hay redención.
La pidió, Dios sabe que la pidió... pero, cualquiera que la oyera, si es que alguien lo hizo, la obvió completamente.
Demasiado daño causado durante demasiado tiempo como para que todo sea perdonado de repente, ha terminado por pensar.
Medio siglo de vida intentando hacerlo bien y cada vez haciéndolo peor, viéndose envuelto en situaciones en las que nunca supo cómo acabó exactamente, pero desde luego, ninguna inmerecida.
El día que deba ponerse delante del Altísimo, simplemente, lo mirará a los ojos, y le dirá, con toda la sinceridad que cabe en su alma, que no supo hacerlo mejor. Cuando no hay más que un camino posible para respirar, para comer, para vivir, simplemente te dispones a seguir recorriéndolo cueste lo que cueste, sin pararte a pensar que no es el mejor, o el más seguro. Sólo caminas, porque sabes muy bien que hay gente detrás que, en cuanto te vea dubitativo, te va a dar un empujón para adelantarte.
Suspira, y esta vez sí se da cuenta de ello.
Hacía años que no suspiraba.
Si alguna vez tuvo un atisbo de vida normal, hace tanto de ello que ya ni recuerda si de verdad fue así, o simplemente lo ha imaginado tantas veces, su cerebro, sus venas y su alma han pasado por tanto, que ya confunde realidad con ficción.
Tal vez sí, tal vez, después de todo, hubo un día alguien al que le preocupó su vida, alguien que intentó darle algo mejor. Lo que más se condena es no poder recordarlo siquiera, pero, si así fuera, ahora, desde esta solitaria y húmeda habitación, le agradece con lo poco que le queda de alma su dedicación y empeño.
Le gusta pensar que no es una mala persona. Y no, no lo hace por sentirse mejor, ni por ser victimista, ni por eludir responsabilidades.
Sabe que la inmensa mayoría de cosas que le han ocurrido en su vida son merecidas, tal vez involuntariamente, pero merecidas, pero eso no le quita para pensar que no es malo. Quizás se ha equivocado muchísimas más veces de lo que se le puede permitir a un ser humano, y, si así fuese, su penitencia lleva pagando y seguirá haciéndolo el resto de su vida.
No supo hacerlo mejor.
Apoya la palma de las manos en sus rodillas para ayudarse a levantar con tremendo esfuerzo, sintiendo cómo le tiembla hasta el más mínimo músculo de su diminuto y maltratado cuerpo, pero lo hará de todas formas.
Se dirige con paso torpe hacia la ventana, como un cachorro aprendiendo a caminar, y se agarra a la cortina estampada de flores, para poder divisar el desalentador paisaje.
No hay absolutamente ninguna casa en kilómetros a la redonda, y no se ve más que hojarasca revoloteando fuertemente, acompañada de silbidos crueles del viento mezclado con la lluvia.
Silbidos crueles que llegan al alma.
Una lágrima le cae por la arrugada mejilla, a la que le siguen otras, al principio distantes, y luego cada vez más asiduas.
Hacía años que no lloraba.
Llora por la soledad, por la vida que no es vida, por haberlo hecho todo mal.
Llora por esa señal de redención que pidió a un Dios que ya no le quiere escuchar, llora porque le duele algo muy adentro, demasiado constante, durante demasiado tiempo.
El hombre del tiempo ha dicho que no hay ninguna posibilidad de que escampe en las próximas doce horas, absolutamente ninguna. Que nadie salga de sus casas, que se queden calentitos, con sus familiares.
Calentitos, con sus familiares.
Mira al suelo, y de nuevo emprende esa travesía de apenas unos pasos, para llegar de nuevo junto a la cama.
Se sienta en ella, con sumo cuidado, y deja la vista perdida.
No hay terror más grande que el cansancio. No hay agonía más insoportable que la de sentir ese hastío continuo, esa sensación de que quieres llegar ya a la meta, no importa lo que aún te quede en el camino. Simplemente, no te interesa.
Se tiende en la cama, entre leves quejidos, y se queda bocarriba.
Algo le va haciendo cada vez los párpados más pesados, y no sabe si es sueño, o es algo más profundo. Más ilimitado.
Pero no le importa. Sus ojos quieren cerrarse, y él no piensa impedirlo.
Hacía años que no dormía.
El viento amaina poco a poco, el silbido cruel cada vez lo es menos, y la hojarasca vuelve muy lentamente a reposar en el suelo, allá detrás de la ventana.
La lluvia cesa de repente, y es que hasta a ella, tan cruel e inflexible, le ha llegado a conmover.
El hombre del tiempo dijo que era totalmente imposible que parara de llover en doce horas, y ahora no hay rastro de lluvia, ni de viento.
Sólo hay redención.
Una redención brindada por un Dios que nunca lo dejó de escuchar, por un cielo que ahora no protesta, tan sólo llora su pérdida. La pérdida de un simple ser humano más, errante y torpe, que se equivocó demasiadas veces, durante demasiado tiempo.
Él no verá que su redención ha sido concedida, no verá que no llueve, no verá que las gotas ya no lo amenazan.
Él no volverá a despertar de esa solitaria cama, en un motel apartado de toda civilización, pero no le importará.
Hacía años que no vivía.
La noche es más oscura, y el viento mece un luto que nadie sabrá jamás.
El cielo está triste, y el mundo llora la pérdida de una buena persona.
Cada vez quedan menos, y cada vez están más escondidos.
No era un mal hombre, nunca lo fue.
Simplemente, no supo hacerlo mejor.

lunes, 13 de agosto de 2012

El Brindis



"Que tus ojos me sigan matando, aunque sé que tal vez sepa amargo,
que mi vaso vacío se vuelva a llenar, del licor que derraman tus labios"  

Aitor, Ángel y Fernando. "CIRCO POP."




Déjame que alce mi copa, y no se me olvide brindar por ello.
Déjame que te mire, mientras toda la sala lo hace, y yo me sienta aún más orgulloso de ese día que, sin un por qué demasiado concreto, empezamos a hablar. Aquella ocasión en que nuestras miradas se cruzaron, y, tal vez, todo lo vivido hasta ese momento se evaporó, diferenciando, por fin, entre la verdad, y todo lo anterior, tan de cascarilla.
Déjame sentir la envidia de todos, porque soy yo el que te tengo, y nadie más.
Déjame que te mire a los ojos, con esa sombra oscura que los hace aún más intensos, y, cuando a tus labios les dé por estirarse levemente, mostrando una sonrisa tímida, como de niña quinceañera que aún no sabe lo maravillosamente guapa que es, vuelva a sentir dentro de mí toda esta grandiosidad.
Que eres eso que veo en ese momento, y nada más. Esa inmensidad, contenida en un frasco de metro setenta.
Déjame que roce tu mano, con esa tez morena, y las uñas pintadas de rosa, y la apriete como llevo apretándola desde que consiguió salvarme de aquel precipicio, y aún no me ha soltado.
Te miro, sonríes, y sé que no, que jamás lo hará.
Que la gente se levante y aplauda, que nos miren y nos admiren, que piensen que somos la pareja perfecta, con toda una vida por delante y un mundo a sus pies. Que contemplen tu belleza y digan lo afortunado que soy, porque no les faltará ni un gramo de razón.
Y entonces aparece esa sonrisa de la que antes hablaba, y yo vuelvo a enamorarme un poco más.
Ahora vendrás, con ese aire cohibido, y apoyarás tu mejilla en mi hombro, para “taparte” de tantas miradas, de tanta admiración; y yo te abrazaré, mientras sonrío con ternura, y se me olvidará todo lo demás.
Tal vez haya un momento para cerrar los ojos con fuerza, para tragar saliva sólo una vez, conteniendo tantísimo dolor; pero lograré acallarlo, escondérmelo con maestría. Créeme, no es la primera vez.
Ambos sabemos que no es la primera.
Yo no preguntaré dónde estabas, y tú no tendrás que responder.
Yo olvidaré esas otras caras, esos otros gestos.
Olvidaré quién o quiénes, desde o hasta cuando, por qué.
Lo olvidaré porque a mí se me da muy bien encontrar la verdad y a ti fatal mentir, olvidaré porque, tal vez, en una de estas te dé por darte cuenta de que ya está bien, de que no es necesario seguir buscando algo que no vas a encontrar, que caigas en la cuenta de que, lo que intentas conseguir, no es otra cosa que lo que tienes aquí. Que te digas a ti misma que ya basta, que retornas para quedarte definitivamente... que, esa vez, habrá sido la última.
Pero lo olvidaré sobre todo porque tal vez en una de estas no consigas una excusa medianamente a la altura y, arrinconada, te dé por decir la verdad. Entonces desaparecería tu sonrisa tímida, tus ojos encogiéndose de esa forma tan preciosa cuando lo haces, y tu rostro se transformaría en agobio, temor, tal vez llanto.
Y por Dios que no quiero eso.
Yo quiero verte así, feliz, radiante.
Yo quiero que sigan aplaudiendo por toda la eternidad, ver esas caras satisfechas y orgullosas, esas miradas puestas en nosotros, con envidia sana y orgullo.
Lo demás quedará todo olvidado.
Que a mí se me da muy bien disimular, y a ti aún mejor callar.
Sé que me quieres. De eso no tengo ni la más mínima duda.
Que resuenen las campanas, que el gentío llore de emoción, que las niñas sueñen con ser tú, y que todos los hombres del lugar quieran ser yo.
Pero no lo serán. Sólo existimos nosotros, y somos la pareja perfecta.
Te acercas, y puedo llegar a olerte.
Tu sonrisa tímida, tu aire cohibido.
Te quiero. Tanto, tanto, que he logrado olvidar que no puedo olvidarlo.
Déjame que alce mi copa, y no se me olvide brindar por ello.