miércoles, 21 de noviembre de 2012

Los Chicos Del Cerebro Sólido


Llegó el momento de sacarlo a la luz. Diez años desde que lo escribí. Demasiados.


Pasados los años, veo la historia como algo lejano, casi irreal.
Ha tenido que pasar mucho tiempo para que pueda hablar sobre ello, y seguramente para quien lo lea no sea más que una simple historia, como muchas otras. No les puedo culpar. A los que piensen eso, simplemente, les diré que ellos no estuvieron allí. No sintieron lo que yo sentí, nunca miraron a los ojos que yo miré.
Poco más que un grupo de niños jugando a ser mayores, una infancia repartida entre sueños y dificultades, algo más que una simple amistad. Cientos de tardes en aquel parque, jugando a ser alguien que nunca fuimos, sin saber que nuestra vida real era mucho más emocionante que cualquiera de las personas que fingíamos ser.
Muchos años desde aquello, quizás cientos.
A pesar de los innumerables recuerdos, se me quedó especialmente el de aquella tarde de primavera, en la que nos dimos cuenta de que crecíamos, aunque se nos olvidara a los cinco minutos.
  • ¿Os habéis preguntado qué pasará si algún día no nos vemos?
Éste que habló fue el más bromista del grupo, el típico gordo -para él no era absolutamente ningún inconveniente que lo llamáramos así- con sentido del humor. Ya sé que parece el típico prototipo, pero es que él lo era. Disculpadme si no llamo a ninguno por su nombre, pero es un dato que prefiero no desvelar.
Tras esa pregunta, todos nos quedamos en silencio, más aun del que había hasta ese momento.
Yo sentado, jugueteando con una rama, y mirándome la camiseta sucia, pensando en cuanto tiempo tardaría mi madre en callarse los gritos cuando me la viera.
A mi izquierda la pareja inseparable. Ella era la única chica del grupo, quizás por eso le teníamos ese respeto todos. Sólo hablábamos de cosas de chicos cuando ella no estaba delante, y por Dios que no era por educación, más bien por miedo. Su cabeza reposaba en las rodillas de nuestro amigo, el primero que se enamoró de todos nosotros. Por aquel entonces no lo entendíamos… no sé si alguna vez conseguimos hacerlo; de todos modos, ni siquiera sé si alguno consiguió entenderse a sí mismo alguna vez. Se besaban delante de nosotros, supongo que para darnos envidia, y si lo hacían por eso, la verdad es que siempre lo consiguieron. Pero ella era una más, la primera en pringarse hasta las rodillas cuando hacía falta, la primera en empezar una pelea... era como un chico, pero con una cara preciosa y un cuerpo que provocó los primeros deseos de mi vida. Él lo sabía, pero nunca nos dijo nada; tenía claro que si ella hubiera sido la novia de alguno de nosotros, le hubiera ocurrido igual.
  • ¿Estás loco?
Dijo ella, mirándolo despectivamente.
  • Eso nunca nos pasará. Eso solo les pasa a los imbéciles, a esos que mucho hablar mucho hablar y luego a las primeras de cambio se pierden, se olvidan de los de siempre, se les hace el cerebro agua, o algo parecido.
Al decir esto, ella sola rompió a reír, hasta que nos contagió a todos. Nos contagió, es cierto, pero parece que la pregunta de aquel gordo que pocas veces tomábamos en serio nos entró de una forma rara en ese cerebro que aún, según la ciencia de nuestra amiga, por nuestra edad, teníamos sólido. Nos hizo sentir incómodos, y, por primera vez, el simple hecho de dejar de pensar en ello no nos calmaba.
  • No tiene por qué ocurrir.
Dijo “su chico”, como ella lo llamaba.
Increíble. Tienes un amigo desde preescolar, le aguantas todas las tonterías del mundo, te comes todo lo peor que tiene, y llega una niña y de pronto ya no es tu amigo, ni siquiera tiene nombre… ya es “su chico” para todo y para todos. Él, “su chico”, siempre tenía razón, no sólo para ella, para todos. Era el más calmado del grupo, el más racional, supongo yo, o el menos loco.
Lástima que acabara como acabó.
Solo, como siempre estuvo. Como estamos todos, y como, al fin y al cabo, tuvimos la suerte de evitar estar durante aquellos años. Su simple voz nos daba tranquilidad, y sus decisiones casi siempre, más por lógica que por autoridad, acababan siendo las adoptadas.
  • Ya, pero ¿Y si ocurre?
  • Ya la has oído, no ocurrirá. No debemos preocuparnos por eso, y además, en el hipotético caso de que….
  • No ocurrirá. -Dije yo..
Todos me miraron sorprendidos. No había dejado de juguetear con la rama en toda la conversación, y parecía totalmente ausente de ella. Sin embargo mi voz salió autoritaria, dura, tema zanjado, callaos ya.
Los miré a los ojos y repetí.
  • No ocurrirá.
No volvimos a hablar del tema. Supongo que en ese momento se nos quedó grabado a todos, y nunca más se escuchó alguna duda más al respecto.

Recuerdo numerosas cosas de aquella época, pero hubo una noche, una noche que vive en mi mente. El olor a algo que nunca había olido antes en ese parque, y el gesto de mi amigo, ausente, perdido, esperando que nos quedáramos a solas… sabía que hablaríamos del tema.
  • ¿Sabes?
Era una noche extraña, y acababa de morir su madre. Su novia y nuestro otro amigo se habían ido a dormir, y él y yo fingimos hacer lo mismo para volver a este maldito parque del que jamás salíamos, con unas latas de cervezas baratas.
  • No la cambiaría por nada del mundo… excepto por vosotros.
De verdad, sé que a veces no me tomáis en serio y eso, pero créeme, no sé demasiado bien si estoy enamorado o no porque ni yo soy mucho de esas cosas, ni me lo acabo de creer del todo, pero siento algo por ella. Pensarás que estoy loco, pero ayer se lo dije a mi madre, y me sonrió… yo creo que me entendió. Pero bueno, lo que te iba diciendo, que me pongo a pensar que cambiaría por ella… y sé que jamás podría compararla con mis amigos.
Le sonreí, algo incómodo por este tipo de conversaciones con él, pero enormemente agradecido por sus palabras… ni siquiera importa que no fueran verdad.
Abrió una lata de cerveza, otra más, y miró al cielo.
  • Oye, ¿Tú piensas que de verdad la gente va al cielo? Yo creo que es una chorrada, pero no sé, me alivia mirar y pensar que a partir de hoy mi madre estará ahí….
De repente, me miró, con las lágrimas saltadas.
  • Qué idiotez, ¿Verdad?
Le miré a los ojos, y pasados unos segundos, negué con la cabeza.
  • No es una idiotez, yo lo pienso así.
Mentí, al menos, por aquel entonces. Para nada creía que alguien pudiera vivir en el cielo, pero en ese momento, mi amigo necesitaba esa mentira para ser feliz.
Irónicamente, hoy sigo mirando ese cielo, y me pregunto si será cierto, si habrá alguien ahí, a pesar de todo.
La noche pasó, y no volvimos a hablar en toda ella. Respetamos su silencio.
Al día siguiente ya nadie hablaba de la repentina muerte de la madre de mi amigo, el pueblo era así. Todo lo que ocurría, fuera lo que fuera, se quedaba en las retinas de las viejas calles silenciosas, y nadie volvía a hablar de nada. Quizá queréis saber más de cómo ocurrió, pero os prometo que lo más importante de aquella noche, aunque parezca increíble, fue aquella conversación.
Mi amigo era otra vez el de siempre, pero cada vez que lo miraba a los ojos, cada vez que nuestras miradas se encontraban, veía ese agradecimiento por la noche anterior; lo seguí viendo siempre, incluida la última vez que lo miré, en aquel centro.
Ni siquiera recordaba quien era él, pero jamás se le olvidó quien era yo.

Estábamos en nuestro rincón apartado, nuestro pequeño paraíso, los cuatro tumbados, con los ojos cerrados. El sol bajaba a medida que el viento se levantaba, pero muy suavemente, desperezándose de forma lenta, casi intentando unirse tímidamente a nuestro grupo.
  • Quedan pocos días para que finalice la primavera.
Dijo mi amigo levantándose tan bruscamente que golpeó con el codo la cabeza del gordo. Éste protestó hablando consigo mismo, frotándosela repetidamente.
  • Ya lo sabemos. -Le contestó, aún enfadado.-
  • ¿Y? -Preguntó ella.-
Sabía que si había dicho eso era por algo.
  • Vamos, no me digáis que no sabéis la historia del barco hundido.
  • Por favor… no me digas que crees en eso.
Él la miró a los ojos como respuesta.
La historia del barco hundido era una leyenda que corría por nuestras calles, todo el mundo sabía de qué se trataba. Se suponía que años atrás un barco mercantil se había hundido en el mar justo por nuestro pueblo. Los vecinos se tiraron sin pensárselo dos veces desde el único sitio posible, desde el pico saliente de la montaña más alta, dando el inevitable rodeo a toda la ladera, y habían salvado a todos sus tripulantes nadando con ellos hasta tierra firme. Se decía que el que hiciera el mismo ritual que nuestros antiguos vecinos, el que fuera capaz de andar lo que ellos anduvieron y llegar hasta el barco, podría pedir un deseo, el que él quisiera, por muy imposible que pareciese, y éste se cumpliría. A mí la verdad la historia siempre me chocó. Dudaba demasiado de que tan sólo un habitante de nuestro pueblo tuviera valor para tirarse desde allí arriba arriesgando su vida por unos desconocidos. Lo curioso es que la historia se había producido la última semana de la primavera, y para cumplirse el deseo debía hacerse en esos últimos siete días, o sea, que podías ser un atleta profesional, correrte la ladera como si fuera una autopista, y hacer el salto del ángel para caer limpiamente en las sucias aguas, que como te pasaras un día no había deseo que valiese.
  • Es cierto, mi padre lo dice. -Habló el gordo.-
  • Su padre lo dice.
Dijo mi amigo, como si la palabra del padre del gordo, un alcohólico separado, fuera sagrada.
  • ¿Y qué pretendes? –Pregunté-
Me miró, y yo asentí.
  • Por mí vale.
  • ¿Estáis locos? ¿Os creéis que eso es entrar y salir? Aunque pasáramos la ladera, cosa que nos llevaría horas, tendríamos que saltar desde veinte metros al fondo del agua, y por si fuera poco, una vez allí hundirnos y hundirnos hasta dar con el barco, y luego salir. –Protestó ella-
  • Eso haremos.
Exclamó mi amigo, soñador, como si todos los peligros que su chica había numerado solo le hubieran aumentado las ganas.
  • No sé chicos….
  • Mañana aquí, es nuestra oportunidad. Estamos a dieciocho, y pasado mañana es lunes; la primavera acabará antes de que vuelva el fin de semana, y solo tenemos esta ocasión.
Asentí, sabiendo que en veinticuatro horas aproximadamente me arrepentiría mucho de esa respuesta, concretamente cuando tuviera a mis pies veinte metros de vacío y al fondo una bañera, o eso me parecería en aquel momento.
  • Yo también.
Dijo el gordo apresuradamente, supongo que por no ser por una vez el último en aceptar un desafío.
Todos la miramos, y ella nos miró a todos.
  • Dejadme esta noche para pensarlo.
Asentimos, pero sabíamos que no había nada que pensar. Ella vendría.

Esa noche llegué el primero, diez minutos antes, y no paraba de mirar mi reloj, ese súper reloj que mis padres me habían comprado después de que lo pidiera incansablemente. Cuando el segundero llegó a menos diez, tres sombras aparecieron por el fondo. Estábamos todos, estaba oscuro, y nos disponíamos a subir una ladera que nos llevaría toda la noche.
Cada vez que pienso en mi amigo, recuerdo que en ese momento jamás pensé que iba a estar tan cerca de no volver a salir de allí.

  • Es ahí. -Dijo el gordo-.
No quería sonreír. En verdad, conociéndole, calculo que estaría a punto de mearse de miedo. No quería sonreír, pero lo hizo.
Los cuatro nos miramos, y nos paramos justo un paso antes del precipicio. Veinte metros, veinte. Ya sé que algunos pensarán que al fin y al cabo no es tanto, que hay acantilados e incluso puentes muchísimo más altos. Podría dármelas de listo y aumentar la altura, pero no deseo hacerlo. Eran veinte, y quién crea que es poco, que se encuentre en la situación en la que estábamos nosotros.
Le pegué un puntapié a una piedra para verla caer. Primero se quedó enredada en unas malezas, y después cayó sin oposición, golpeándose una y otra vez con los salientes. En ese momento se me congeló el cuerpo, un sudor frío me invadió la espalda, ni siquiera pude moverme, y pensé que no lo haría, que si me tiraba por ahí jamás recibiría el frescor de la zambullida, el agua susurrándome al oído que seguía vivo.
  • Quién va primero. -Dijo ella-.
No fue una pregunta, fue un desafío.
Entonces, para asombro de todos, nuestro gordo amigo se tiró sin avisar, sin pensarlo. Los tres nos miramos totalmente perplejos, asombrados, tanto, que por un instante se me olvidó todo.
Ella fue la siguiente, y mi amigo la siguió.
Cerré los ojos, y simplemente, salté. El aire me cortaba la cara, aire puro y gélido que me arrancaba lágrimas. Quise gritar, pero el leve intento de despegar los labios me hizo dar una bocanada de aire tan violenta que creí que me ahogaría en ese mismo momento. Los oídos me zumbaban estrepitosamente, me sentía mareado, y al mismo tiempo pensaba en mi reloj, en qué pasaría si se me había perdido en el trayecto.
  • ¡Estoy vivo! –Oí-

El gordo estaba vivo, pero, ¿Lo estaba yo? No sentía nada, ni siquiera recordaba cuando me había zambullido, si es que lo había hecho y no tenía la mitad de la cabeza pegada a una roca.
De pronto vi a la chica haciéndome señales de que la siguiera, los otros dos iban delante. Buceamos, buceamos hasta lo más hondo que pudimos… y allí estaba, esperándonos. Los cuatro expectantes, aguantando la respiración como nunca en nuestras vidas lo habíamos hecho, mirando perplejos un gran barco, nada lujoso, pero muy grande, hundido en las más bajas profundidades de un pueblecito al sur. Cada uno pidió su deseo, eso supongo, y salimos a la superficie, ahogados.
  • ¡Era verdad! ¡El barco estaba ahí!
Dijo el gordo, con todo el pelo pegado a la frente.
- El barco, sólo eso.
Advirtió ella, aunque en su sonrisa dejaba ver que también estaba ilusionada.
En ese momento, a pesar de que como he dicho siempre despertó en mí deseos, vi que era una niña, sólo una niña… exactamente igual que nosotros.
De repente los miré, todos nos miramos.
Sin decir una palabra, y con los pulmones amenazándome de que ni se me ocurriera hacerlo, cogí aire y me sumergí.
Mi amigo, mi amigo no había salido.
Fui hasta el barco, pensando que fácil sería intentar respirar, desesperarme, morir. Mientras esto cruzaba por mi mente lo vi. Tenía el morado como sustituto del rosa de su piel, y me sonrió, alzándome el dedo pulgar. Jamás olvidaré aquel instante. No se había perdido, ni había enganchado su camisa a ningún obstáculo impidiéndole volver a la superficie… simplemente, no quería salir.
Lo cogí, y lo llevé hacia arriba. No puso oposición.

  • Un maldito clavo del barco.
Les contaba a los otros dos.
  • Intenté escapar, cuando me di cuenta de que estaba atrapado. Os llamé, pero eso sólo hizo que tragara agua a borbotones, y al ver como os alejábais… creí que no lo contaba.
Yo lo miraba, incrédulo, sorprendido. Cuatro ojos se fijaban en él como si fuera un héroe, orgullosos, mientras que otro par lo radiografiaba sin comprensión.
  • Y al llegar tú, pudísteis entre los dos quitar el maldito clavo ¿No?
Dijo la chica, pasándose el pelo húmedo por detrás de la oreja.
  • Eso hizo. -Contestó mi amigo entre risas, sentándose junto a mí y dándome una palmada en la espalda.-
Lo miré lentamente, preguntándole con esa mirada qué diablos estaba haciendo, qué diablos había hecho cinco minutos antes.
Sin embargo, sólo pude verle una sonrisa.
  • Eso hizo. –Repitió-

No hay mucho más que contar. Llegamos el domingo por la noche, con todo el pueblo alborotado. Mis padres habían proclamado a los cuatro vientos mi ausencia, y los padres de mis amigos los siguieron. Estaban tan convencidos de que un loco nos había raptado a los cuatro que incluso ya habían llamado a algún medio. Eso eran los mayores. Unos locos que jugaban a ser maduros, con el cerebro líquido, que por la ausencia de algo más de veinticuatro horas de sus hijos ya querían linchar a un tipo que ni siquiera existía.
Después de un rato de besos y abrazos, de pañuelos con saliva para quitarnos la suciedad de la cara, y de alguna colleja que otra, nos fuimos los cuatro a nuestro escondite, nuestro paraíso.

  • ¿Os habéis preguntado qué pasará si algún día no nos vemos?
Preguntó el gordo.
  • ¿Estás loco? Eso nunca nos pasará. Eso sólo les pasa a los imbéciles, a esos que mucho hablar mucho hablar y luego a las primeras de cambio se pierden, se olvidan de los de siempre, se les hace el cerebro agua, o algo parecido.
Contestó ella. Rió, y reímos. Pero teníamos esa pregunta en nuestra mente.
  • No tiene por qué ocurrir.
  • Ya, pero, ¿Y si ocurre?
  • Ya la has oído, no ocurrirá. No debemos preocuparnos por eso, y además, en el hipotético caso de que….
  • No ocurrirá.
Dije, y todos me miraron, creyendo que ni siquiera estaba escuchando.
Los miré a los ojos y repetí.
  • No ocurrirá.
Hubo un rato de silencio, silencio que empleamos en volver mentalmente a la hazaña que habíamos realizado, para pensar que habíamos saltado un precipicio y sobrevivido, para muchas cosas, pero yo sólo podía pensar en mi amigo, en por qué lo había hecho.
  • Bueno, me voy. –Dijo ella- Y si mis padres no me matan… mañana nos vemos.
Le dimos las buenas noches, y la miramos correr, los tres enamorados de ella, de la primera chica de nuestras vidas. La observamos hasta que no quedó absolutamente nada de su silueta en la oscuridad.
  • Yo también me voy.
Dijo el gordo, levantándose y sacudiéndose el polvo del trasero.
  • Si corres aún puedes acompañarla a casa.
Éste fue mi amigo. Lo dijo de broma, sonriendo, sin el menor enfado.
  • ¿Qué? -Respondió, ofendido y ruborizado.- ¿Crees… crees que me voy por ella? ¡Vamos! Tengo que irme, mañana hay clase y….
  • Vete ya. -Dije sonriendo-.
Me miró, sin saber de qué parte estaba.
  • Bah, iros a la mierda. Los dos.
Nos quedamos solos, él y yo. Sabía que se lo iba a preguntar, lo sabíamos los dos, pero no sabía cómo empezar.
  • No sé por qué lo hice. -Dijo de repente, ahorrándome un tremendo esfuerzo.- No le demos más importancia.
  • ¿Cómo?
  • Tú me salvaste. No se puede considerar que fue un intento de nada si sabes que hay alguien a tu lado, que es totalmente imposible que pueda pasarte nada. Yo lo sabía, sabía que tú vendrías en mi ayuda.
Se levantó, y volvió a hablar.
  • Sólo necesitaba saber que tenía a alguien.
Sin decir una palabra más, comenzó a alejarse, dejándome aún más confuso que antes, deseando hacerle un millón de preguntas, y sin poder realizar tan siquiera una. Se levantó, simplemente, y comenzó a andar.
  • ¿Y si no hubiera llegado? ¿Hubieras salido por ti mismo?
Su silueta se detuvo, petrificada en el acto. Se paró tantos segundos que creí que no me había oído.
  • Llegaste. -Dijo sin volverse-
Dicho esto, se fue.

Eso éramos. Chicos con el cerebro sólido, sin pensar en nosotros mismos, dispuestos a lo que fuera por un amigo de verdad. Al crecer se les vuelve el cerebro agua, había dicho ella.
A mis cuarenta y cinco años las neuronas hacen bastante tiempo que nadan, demasiado. Por eso necesitaba contarlo, saber que aún no estoy perdido, no mientras recuerde aquellos años y las lágrimas se me salten.
Soy adulto, y fracasé en mi intento de no serlo, como hicieron ellos. Nos convertimos en eso, justo lo que no quisimos, justo lo que temíamos.
El gordo se mudó, jurándonos, ya con dieciocho años y llorando como un bebé, que vendría todos los fines de semana. Al tercer mes tuvo una gripe que le impidió pasarse por el pueblo, al cuarto un examen terrible le privó de venir. Al año ni siquiera se molestaba en darnos explicaciones, simplemente, el teléfono dejó de sonar.
Mi amigo y su chica se fueron a vivir juntos. Yo encontré novia, una chica que hoy en día es mi mujer, y nunca se llevó demasiado bien con mi amiga. Múltiples peleas, desencuentros. Cuando ambas partes formalizamos nuestros compromisos, la distancia hizo el resto.
El día de mi boda los invité, mandé la cita a la última dirección que sabía de ellos, rezando porque aún siguieran allí. Todavía recuerdo cómo tuve esperanzas hasta el final de la ceremonia de que los dos únicos asientos libres de la sala se llenaran en algún momento. No lo hicieron.
Al salir de la iglesia, entre todo el barullo, entre todos los clamores, vi a un hombre de unos treinta y algo años, terriblemente maltratado por la vida, con demasiadas arrugas para su edad, y con la tristeza en sus ojos. Ese hombre me sonrió en la lejanía, agradeciéndome aún que le hubiera salvado la vida.

La última vez que lo vi fue hace unos siete meses. No sé cómo me llegó una nota diciéndome que estaba en un centro psiquiátrico, quizás me la mandara ella misma. El médico me dijo que su mujer se había largado, se había ido, sin más, sin explicaciones, después de una vida entera juntos, llevándose consigo lo poco que tenían… se había vuelto loco, no paraba de decir incoherencias sobre un barco hundido, sobre deseos no cumplidos.
Crucé la puerta y lo miré, acompañado del personal del centro. Me miró, y sonrió. Fue una sonrisa sincera, quizás la única alegría que por esas fechas ya esperaba.
Al día siguiente lo encontraron muerto en su habitación. Dicen que murió por un ataque al corazón, pero yo sé que murió ahogado, atrapado en un barco hundido del que nunca llegué a salvarle.

Miles de momentos de los que me obligo día tras día a no escapar. De alguna manera, debo mantener vivo ese recuerdo. Creo que ninguno de los otros dos que quedan lo tiene ya, que se les perdió hace mucho tiempo. Yo lo perdí a medias, y de un tiempo a esta parte me he jurado que no se me olvide jamás. El otro restante que también lo perdió a medias está muerto.

Esta es mi historia, este es mi secreto. Necesitaba contarlo, hablar de ellos, de las tres personas más importantes que han pasado por mi vida, las únicas en las que he confiado. Explicar que con catorce años tuvimos más valentía, más honor y más amistad de lo que puedo llegar a entender hoy en día.
El cerebro se les hace agua cuando crecen, dijo ella.
Debe ser eso.
Pienso en ellos, y a pesar de todo, no puedo evitar un sentimiento de felicidad, de paz.
Pienso en ellos, oigo sus risas, y de nuevo me siento en aquel escondite nuestro, con el gordo tendido mirando al sol, la cabeza de ella apoyada en el vientre de mi amigo, y con ese olor tan dulce que se respira cuando se tiene el cerebro sólido.

sábado, 10 de noviembre de 2012

Apocalipsis


Escuché una canción, y en mi mente empezaron a nacer escenas, sueltas, y a la vez unidas.
Las notas acompañan cada palabra.

El ser humano está dejando de ser humano.

Ese es el  verdadero apocalipsis.


El fin del mundo es inminente.
Ya no queda esperanza, ya no hay una sola razón para evitarlo.
Ya sólo queda redención.
Estoy en el centro de todo, así, tal cuál. En medio de un campo árido y seco, un campo muerto. Mi gabardina gris se mueve, muy lentamente, producto de los últimos coletazos de una brisa que aún lucha por no apagarse definitivamente.
Mis manos permanecen metidas en el interior de los bolsillos, y no respiro.
Yo nunca lo he hecho.
Pero no, no soy tan diferente a lo que hay aquí.
Vosotros tampoco lo hacéis, aunque os creáis que sí.

Un chico lleva horas bajo la ducha, con la cabeza gacha, totalmente inmóvil, dejando que el agua golpee en el centro de su coronilla violentamente y se desplome por todo su cuerpo. Su respiración comienza a acelerarse, y su gesto se contrae. Sigue respirando a mayor velocidad, hasta que empieza a jadear, y apoya la palma de la mano derecha en los azulejos blancos, impolutos, tan en contraste con su situación.
Llora. De rabia, de dolor. Tal vez las dos cosas.
Sigue cayendo el agua, mas eso no le limpiará por dentro.

Un árbol cruje por última vez, después de más de un siglo vivo, de pie, haciendo frente a toda una vida y habiendo visto mucho más de lo que hubiera deseado ver. Y después de años de supervivencia, después de tanto tiempo haciendo de centinela silencioso, decide que ya está bien de aguantar tanto, tanto para nada. No hay solución. Ya no. Se oyen los últimos resquebrajos de su cuerpo lleno de astillas –como el del chico de la ducha, al fin y al cabo- y se parte en dos, sin la menor duda, sin el menor esfuerzo por mantenerse.

Una chica seria, absorta, con la mirada perdida en la nada. Sentada en una silla en medio de una habitación totalmente vacía, prácticamente a oscuras. Una persiana a medio abrir deja que entre la única luz de la habitación, proveniente de la calle, pero eso sólo hace darle un toque aún más lúgubre a la escena.
Por debajo de sus ojos caen un par de hileras oscuras, manchas de rimmel, manchas de lágrimas derramadas hace poco, y a la vez, hace tanto tiempo. Ya no tiene siquiera necesidad de llorar, sería totalmente en vano. Ya no hay esperanza. Esas manchas no son sino recuerdos de lo que un día fue, de lo que un día le dolió, y eso hace que aún quede dentro de ella la sensación de que hubo un día en que se sintió viva.

Las calles están colapsadas, pero no, no de gente. Hubo un tiempo en que sí, en que los únicos colapsos que se producían eran de personas, de personas llegando tarde y con prisas, de personas insultándose, barriendo la mierda debajo de sus alfombras, de cláxones impacientes y de insultos a aquel que no pensaba como ellos, no vivía como ellos, no era como ellos.
Ahora los únicos colapsos los produce esta lluvia que lleva dos meses sin detenerse ni por un sólo minuto. Llueve y llueve sin parar, tal vez producto de la ducha abierta de un Dios que no está muy seguro de si esta vez enviar un diluvio o mejor dejar que nosotros mismos nos sigamos cargando el mundo solos, que lo estamos haciendo muy bien, casi mejor de como lo haría él.

Una persona mira a otra, en silencio. Creía que la conocía, creía que podía confiar en ella, pero no, ya nadie mira por nadie. Personas como esa, sensibles, con fe aún en un mundo mejor, serán los primeros en caer.
Quizás personas como la otra piensen que así pueden llegar un poco más lejos, apuñalando unas cuantas espaldas y salvando su propio culo un par de veces, pero no, también caerán. Quizá más tarde, pero con más deshonra.

La moneda cae hacia abajo, girando violentamente, ya está a pocos metros del suelo, y esta vez saldrá cruz.

Un anciano se sienta encima de una lápida, dispuesto a pasar otra tarde más allí. Ya la gente no sale a la calle, pero eso a él no le preocupa. Estuvieron toda una vida juntos, y nada hará que eso cambie, nunca. Da igual quién esté aquí o no, los dos, uno de los dos, ninguno. Ellos están vivos, y lo estarán para siempre, mientras estén juntos. Su frente arrugada y sus canas despeinadas así se lo dicen.

Un hombre camina por las calles solitarias, sin un rumbo fijo. Pasa por delante de unos ladrillos arrinconados, e, improvisadamente, decide sentarse sobre ellos. De uno de los bolsillos interiores de su vieja chupa, que debería parecer de cuero y se sabe de plástico, saca una cajetilla arrugada de tabaco, y encuentra tan sólo uno. Se lo pone en la comisura de los labios, y saca del bolsillo izquierdo de su pantalón beige manchado un sobre con tan sólo dos cerillas, arrancando una de ellas. La enciende con su uña sucia y larga, pero, justo cuando se acerca con ella al cigarro, esta se apaga. Se queda un rato inmóvil, como alguien que no entiende qué es lo que ha ocurrido, o como alguien demasiado cansado para sorprenderse por ello. Vuelve a arrancar la única que le queda, y, con esta sí, consigue encender el cigarrillo, como si fuera un último guiño del mundo. Le da una profunda calada, y fija sus ojos en el cielo, de un color entre gris, rojo, negro. Hubo un día en que fue azul. De eso hace ya mucho tiempo.
Por entonces ni siquiera fumaba.

Dos jóvenes están sentados en un coche negro, largo, muy antiguo. Cada uno mira por el cristal de su ventanilla. No tienen más de veinte años. Él, rubio, fija su mirada en un punto del desolador paisaje, lleno de coches estropeados y abandonados. Un desguace sería una manera muy halagadora de definir la escena. Ella, con una felpa recogiéndole el pelo que le cae sobre los hombros, contrasta ese gesto inocente con una gruesa lágrima rodando por su mejilla, la cual viaja por cada poro que se encuentra en su línea recta de camino hasta resbalar por el mentón y estrellarse contra el comienzo de sus pechos. Un día esto no era así, creen recordar, aunque ninguno está seguro de ello.
Tal vez simplemente lo soñaron.

Un loco corre por las solitarias carreteras, zigzagueando y huyendo de algo que sólo sabe él. Quizá de un monstruo imaginario, quizá de su vida, quizá de su pasado. No importa. Sea lo que sea, le acabará alcanzando.
Sobre lo que un día fueron poderosos edificios, y hoy son sólo gigantes muertos, se posan palomas negras, plañideras de este inmenso funeral.

Sigo en medio de este campo muerto. Continúo con los ojos cerrados, con las manos en los bolsillos, con la gabardina danzando suavemente al ritmo de una suave brisa moribunda y agonizante.
Como este mundo.
No, no soy ningún anticristo.
Tal vez sea la conciencia, la inocencia de un niño, el sueño de un adolescente, la esperanza de un pobre.
Sea lo que sea, estoy muerto.
Mis pies se alejan del suelo, sólo unos centímetros, hasta quedarme suspendido en el centro de todo, ahora más que nunca.
El fin del mundo es inminente, la moneda da sus últimas vueltas, a pocos minutos de caer, y esta vez saldrá cruz.
Abro los ojos, llamándome la atención un detalle que hasta ahora se me había pasado inadvertido.
Una gota, una sola, cae una y otra vez sobre un punto fijo de este campo desolado y desértico. Como si sólo lloviera en esa estricta parte, en un radio de un milímetro.
En ese punto se aprecia un casi inadvertible brote verde, pequeño, diminuto, débil.
Pero vivo.
Tal vez la gota que cae una y otra vez sobre él sea de la ducha del chico, savia del árbol, una lágrima negra de la chica. Quizá sudor del viejo, saliva del hombre sentado en los ladrillos.
Quizá sea un conjunto de todo eso, o quizá no sea nada de ello.
Pero cae sobre un punto fijo, un punto de donde ha brotado algo verde, inadvertible, pequeño, diminuto, débil.
Y está vivo.