viernes, 30 de marzo de 2012

Entre "quizases" y suposiciones.

Esto no es un relato... es un trozo de alma , sólo que escrito.

"Que el mundo entero sepa que esto no se hace en vano... que es por mi hermano."


Supongo que no es necesario decir esto con palabras, no sé.
Quizás es eso que siempre vuelvo a hacer, refugiarme en mis líneas, en la tinta y el papel, para sacarme todo aquello que tengo dentro, y que, si no fuera por esto, no sabría cómo hacer.
Supongo que es ese pasar de los días, esa ausencia de palabras, tal vez porque no hay nada que decir, tal vez porque sabemos que no es necesario eso, que entre nosotros no hace falta un cómo estás rutinario, porque sabemos que el otro está ahí, es mucho tiempo, muchos años, mucha vida.
A veces pienso en ti, y me pregunto si tendrás tan seguro como lo tengo yo que estoy ahí, aunque no hablemos demasiado. Que siempre lo he estado, como lo has estado tú, que siempre lo estaré, como lo estarás tú.
Como Ángel y Sergio, esas dos personas tan importantes en nuestra infancia, y que ahora estarán sobrepasando la treintena.
Supongo que es mi manera de hacerte saber lo que pienso, y que no es necesario decir nada más: no es necesario contar batallitas, ni nombrar todos los millones de veces que uno ha estado al lado del otro: perdimos la cuenta, si es que algún día la llevamos.
Toda una vida.
Y como dice la canción:
En el fondo, tú y yo somos casi iguales.
El tiempo pasa, no hemos vuelto a hablar... y no quiero que pienses (jamás) que me he olvidado de ti.

lunes, 19 de marzo de 2012

Cosas de Niños

"Ahora que tengo los medios, me faltan las ganas.  
Ahora que somos vecinos, bajando las persianas"   Pablo Moro.




Existe un lugar donde las palabras no tienen sentido, donde las luces se apagan cuando estamos en casa, donde se hacen nudos en la garganta de tanto tragar. Un lugar donde vivimos continuamente, aunque quizás sea demasiado generoso con eso de vivir.
Un lugar donde cada día amanece con plásticos de pastillas tirados por el suelo de la cocina, donde los diarios siempre ponen las mismas noticias en la parte de las crónicas.
Un lugar donde no existen los niños.
Ya no somos niños.
Ya no hay lugar para sueños, para esas tardes en tu desván, en las que yo te escribía cursis cartas de amor, empezando la adolescencia, y tus ojos se fijaban en cada una de las líneas, con una sonrisa preciosa en tus labios. Yo te miraba, y pensaba que ya no eras una niña, que tu belleza cada vez se me alejaba más. Pero sí, sí que lo eras.
Sí que lo éramos.
Te pasabas el pelo por detrás de la oreja, y tus pupilas brillaban, tal vez rebosantes de sueños, de visualizar ese futuro perfecto, en nuestra casa, tú como una gran cantante, tal vez modelo, quizás las dos cosas, y yo como un afamado escritor.
Hace diez minutos miré por la ventana, buscando si había luz en la tuya. Tu persiana estaba bajada, como siempre.
Entonces, como iba diciendo, tú cantabas algo, cualquier canción de esas que te gustaban, y que, aunque no las entendía demasiado, me encantaba oír. Tu voz era celestial.
Éramos niños. Niños soñando cosas de niños.
Ahora el edificio está lleno de poesías rotas, de diarios guardados debajo de la cama, con hojas arrancadas, junto a jeringuillas y gomas elásticas.
Ahora nos saludamos con un simple movimiento de cabeza cuando nos encontramos al bajar la basura, y mentimos como auténticos hijos de puta.
Somos adultos.
Ahora tú lloras sentada en el suelo, apoyando la espalda sobre los pies de la cama, agobiada con la vida e intentando recordar dónde se quedó esa niña, dónde se quedó esa voz. Dónde están los escenarios, las pasarelas, el público, la fama. Dónde se quedó ese escritor llamado a escribir best-sellers, a pesar de que por más que mire a mi alrededor sólo vea bolas de papel alrededor de la papelera y tinta derramada, aunque tal vez sean lágrimas; siempre las confundí, nunca supe demasiado bien qué era lo que usaba para escribir. Quizás fuera una combinación de ambas.
Somos adultos.
Adultos con sus mil euros más a fin de mes en la cartilla, fingiendo que ya no nos acordamos de nada de aquello. Que era un camino difícil e iluso, por no decir imposible, que qué cojones estábamos pensando.
Qué tontos éramos de niños, podríamos decir, incluso, cualquier noche que acabáramos tomando una copa en el cutre bar de la esquina, después de encontrarnos por casualidad en el portal, tú fingiendo que te va de puta madre con el tío ese, escondiendo lágrimas y heridas, y yo echándote algún cuento sobre la cita que me esperaba, pero que la cancelo y me quedo contigo. No por amor, ni porque cada día me vuelva a cagar en la puta vida recordando aquel desván, aquellas cartas cursis, aquella voz celestial; simplemente por hacerte un favor, a ver qué te piensas.
Que ya no somos niños.
Así que ahí estaríamos, mirándonos a los ojos por primera vez en no sé cuanto tiempo, con el bar solitario, cualquier noche entre semana, mientras el camarero nos miraría con mala cara deseando irse a su casa, limpiando los últimos vasos de la noche. Hablaríamos de cosas intrascendentes, de mentiras. Quizás con un poco de suerte aún me quedaran ideas para coger una servilleta de papel y escribirte cuatro palabras, y, si fuera mi noche, tal vez incluso te pasaras el pelo por detrás de la oreja mientras lo lees.
Quizás sí, quizás ocurra eso algún día.
Pero ahora no, ahora estamos demasiado ocupados, tú asegurándote de que la puerta del armario donde encerraste hace tantos años todas las ilusiones no se abra, no vaya a ser que ceda un día que pases por su lado, y se te vuelquen encima de ti todos ellos, cubriéndote por completo, asfixiándote, y mandando a la mierda toda la absurda barrera mental que te esfuerzas por mantener cada día diciéndote que nada de eso importa ya... y yo, bueno, también tengo lo mío; también enciendo la tele cuando me viene algo parecido a inspiración, también miro debajo de la cama antes de dormir, no vaya a ser que se esconda algún protagonista de esos relatos que escribía, dispuesto a ahogarme con la almohada cuando me duerma, por cobarde, por haberle dejado consumirse, cuando estaba llamado a que todo el mundo conociera su historia, una noche, en una sala de Madrid, mientras recogía cualquier premio, junto con un cheque gigante, y tú aplaudías desde la primera fila, radiante y sonriente, recordando cómo y dónde nacieron esas líneas: en un antiguo desván, donde aún seguirán guardados todos nuestros sueños, donde dos niños aún continúan allí, cogidos de la mano, negándose a ser lo que somos, avergonzados cada día más viendo en lo que se han llegado a convertir.
Sueños que fingimos que hace mucho tiempo que ni recordamos, que eran simplemente cosas de niños. Lo mejor era esto, hombre. Cabeza, sensatez, un buen trabajo, y ser felices, como todos.
Ser felices, como todos.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Amanece

Una simple frase, una cualquiera, en el lugar menos esperado, que te haga nacer una historia. 



"¿Qué haré cuando te busque en la clase, y mi eco me responda al llamarte?"
"Y ahora cambiemos el mundo, amigo, que tú ya has cambiado el mío"


"VÉRTIGO, QUE EL MUNDO PARE... QUÉ CORTO SE ME HACE EL VIAJE."


Son las siete de la mañana, y un nuevo día bosteza.
Le doy una calada al cigarro recién encendido, y echo el humo, despacio, contra el cristal de la ventana que tengo delante de mí, que no duda en vengarse y devolvérmelo. Ni siquiera ha amanecido del todo, debería mirarme eso de fumar tanto.
Si ella estuviese aquí, si el condenado tiempo no hubiera seguido avanzando, cuando nadie se lo pidió, y se hubiera quedado eternamente en aquellos años, me lo diría, seguramente, con su voz calmada, siempre tan cuerda, siempre tan evidenciando que tenía el control de la situación, y que, en los raros casos en que no era así, no había nada de qué preocuparse, porque lo acabaría teniendo… y si no ahí estaba yo, ahí estaban ellos, para hacer de las dificultades algo más llevadero, siempre que fuera juntos.
Nunca es tarde para volver.
Hoy he vuelto a soñar, soñar con aquellos tiempos, volver allí, evadirme de la mierda de realidad y regresar a esos años de facultad, esa sensación de creer que nos comíamos el mundo, y no esta de ahora, continua e incesante, de sentir que vivo asustado debajo de la cama para que no sea él quien me coma a mí.
A veces sueño con ellos, con ella, y yo sé que es un sueño. Sé que no es real, pero eso me hace aún disfrutar más, volverlos a abrazar con más corazón, volver a besarla con más pasión… incluso les hago prometer a todos, como tantas veces hicimos, que cuando acaben esos años nada puede cambiar, que somos mucho más de lo que pensamos, y que nuestro vínculo, forjado a base de ideas políticas y hostias de varios tipos, a base de resistir y de soñar, es demasiado poderoso como para dejar que se debilite algún día.
Ellos me miran entonces, y me dicen, como en aquellos días, que por supuesto, con suma naturalidad; que no hay por qué preocuparse, que siempre será así… y en ese momento es cuando yo me tengo que callar, porque entonces desvelaría el secreto, me admitiría a mí mismo que es un simple sueño, y no puedo decirles que sé por qué lo digo, que evitemos que pase lo que pasó… que tenemos que impedir que el puto olvido se lleve todo lo que fuimos.
A veces sueño con ellos, con ella, y vuelvo a tener sus ojos claros buscando los míos, vuelve a hablarme de sueños, de planes, y me los cuenta con la misma ilusión que me los contaba en aquellos días… y entonces yo sonrío, y le digo, como por aquel entonces, que no tengo ninguna duda de que todo eso se cumplirá. Ya casi no me cuesta esconder la pena, la tentación de decirle que no se harán realidad ni uno solo de esos planes, que nunca llegará a ejercer de aquello que soñaba, y que, en su mediocre futuro, ni siquiera estaré junto a ella.
Amanece, y a lo mejor hoy es un día diferente. A lo mejor ocurre algo, algo que cambie el mundo, que la humanidad necesite, y la efeméride de hoy sea recordada por los siglos de los siglos, amén. Quizás en algún rincón de la ciudad un grupo de universitarios se estén vistiendo, medio dormidos, con restos de café en tazas esparcidas y sin haber dormido un solo minuto de la noche a causa de ese examen final en el aula magna, soñando a pesar de todo con que a partir de hoy todo cambiará, porque ellos no son como los demás, porque ellos lo van a conseguir.
Quizás uno de ellos esté llamando al timbre de la puerta de enfrente, y los ojos claros que le abran la puerta le hagan pensar, una vez más y sin proponérselo, que qué duro se le va a hacer cuando a partir de mañana ya no tenga ese timbre, ese despertar, esos ojos.
Tal vez no ocurra nada de eso, y sea un simple día normal, como cualquier otro. Las mismas prisas, los mismos rostros, los mismos ruidos. Días de vencedores, ridículo grupo reducido, y vencidos, los que mas, aplastante mayoría.
Días como ayer y como mañana, días de fingir que no recuerdas para no arder por dentro, de simular que has olvidado, que no te acuerdas de aquello, que al fin y al cabo no fue más que una bravata inconsciente de jóvenes demasiados echados para adelante, convertidos en lo que somos ahora, becerros de la sociedad, habiendo acabado por tirar por el camino que siempre juramos ni pisar, escupirle a nuestros sueños, a nuestras esperanzas, para tener algo aunque sea medio decente en la cartilla, a cambio de vender nuestras almas.
A veces pienso qué pensarían de nosotros aquellos jóvenes, y lo único que me imagino es una mirada, una sola mirada que nos echarían que duele más que cualquier insulto, cualquier desprecio. La mirada de saber que, a pesar de lo que creían en ese momento, ellos también fueron uno más. Ellos tampoco cumplieron sus sueños, sus esperanzas, planeadas y trazadas en servilletas del bar de la facultad.
No sé, no sé qué pasará. No sé si será un día especial, o será la misma mierda que todos los días.
Sólo sé que amanece, y que, al fin y al cabo, cada vez que esto ocurre, una pequeña llama dentro de mí, los restos que quedan de lo que fue un fuego vivo, tiene la esperanza de que algunos cumplan sus sueños por nosotros, de que hagan eso que prometimos hacer, y que, sin darnos cuenta, crecimos y nos dijimos que no valía tanto la pena.
Este es el precio que pagamos por ello, y yo espero nunca dejar de hacerlo. Para que no se me olvide, para recordarme un día tras otro lo distintos que pretendimos ser, y lo penosamente corrientes que acabamos siendo.
Nunca es tarde para volver. Ni siquiera para empezar.