martes, 25 de septiembre de 2012

Siempre.


  • Tengo miedo
Dijo, girando la cabeza y mirándome a los ojos. Y a pesar de que se le adivinaba en los suyos, una sonrisa inocente decoraba sus labios.
Me tenía al lado, y sólo eso le bastaba.
Yo la miré, y en ese momento sentí miles de sensaciones a la vez… aún las recuerdo todas.
Sí, a pesar de que no me acuerde ya ni de qué hice ayer, y me mire al espejo, cada vez me guste menos, y sienta que el niño aquel se va con una velocidad que aterra, todavía recuerdo con absoluta claridad cada sensación de ese momento; porque yo era su faro, y eso, a la vez que me producía vértigo, una enorme responsabilidad, y por supuesto miedo, como a ella, también me producía felicidad… esa felicidad que, por más que he intentado encontrar después, me resigné hace tiempo a pensar que se quedó allí, en aquella época, en aquella tarde, en aquellos niños.
  • Todos tenemos miedo... –Sonreí, como quien finge tener veinte años y saber de qué va la vida- …pero para eso estamos juntos, ¿No?
Una lágrima, una sola, resbaló sobre su mejilla. Sólo esa se permitió dejar escapar. Cayó al césped en el que estábamos tendidos, y desapareció entre la hierba.
Su mano agarró la mía, y suspiró.
  • ¿Siempre? -Sonrió-
Entonces la miré a los ojos, y supe que lo decía de verdad. Que aunque apenas estuviéramos empezando a vivir y no supiéramos nada, aunque creciéramos y algo cambiara por lo que fuera, en ese momento me decía eso con toda su alma, con absoluta certeza, con seguridad.
  • Siempre. –Sonreí yo-


  • Ayer otra vez igual ¿Eh? Por cierto, qué frío hace, cojones.
Salgo de mis pensamientos, y me vienen los años de golpe, las canas, los dolores. Miro hacia mi derecha, de donde proviene la voz. Un chico, de unos diecilargos años, asiduo también a esta misma parada de bus cada mañana, me habla, señalando el diario deportivo que tengo bajo mis manos. Lleva un grueso chaquetón, y un gorro que le llega justo a las cejas.
  • Pues sí, para variar -contesto-
  • Estoy empezando a pensar que todos los lunes son demasiado iguales. Siempre nos vemos después de una derrota. -dice sonriendo, y se sienta a mi lado-
Asiento, con la mirada perdida, y sus últimas palabras se niegan a dejar mi mente.
  • Aunque, si siempre ganaran… también los lunes serían iguales ¿No?
Me mira, y sonríe.
  • Sí, pero estaríamos felices. ¿A quién le importaría entonces que fueran iguales o no?
Vuelvo a asentir, y le dejo el periódico para que le eche un vistazo a esa dolorosa derrota de nuestro equipo ayer por tres a cero.
Sí, pero estaríamos felices. ¿A quién le importaría entonces que fueran iguales o no?” Sigue sonando en mi cabeza.
Obvio, acabo diciéndome.
Sí que hace frío hoy, sí. Más que de costumbre.
Será que es lunes, y los lunes siempre le cuesta a uno arrancar la semana, sobre todo si son las siete menos cuarto de la mañana y hace frío, sobre todo si un joven al que ves cada día empieza a llamarte de usted sin darte cuenta… sobre todo si cada día es como un lunes en el que la noche anterior tu equipo ha sido goleado.
  • Perdone, ¿Sabe a qué hora llega exactamente el bus?
Una mujer, de unos treinta y pico, me habla desde el otro extremo de la parada.
  • A las siete en punto, en teoría. Pero siempre se retrasa.
Ella asiente.
- Es que casi nunca paso por aquí, y me pilla un poco despistada.
- No se preocupe. –Sonrío-
Toma asiento finalmente, sentándose al lado del chico, y a su vez dejándolo en medio de los dos.
Ayer soñé de nuevo con aquel día, con aquellos días.
El tiempo pasó, y supongo que nadie estamos exentos de sufrirlo. Yo, al menos, no lo estuve. A veces me gusta pensar que ella sí, y que el tiempo la ha hecho completamente feliz. Otras, más egoístas y rencorosas, pienso que, si yo no he vuelto a encontrar la felicidad, espero que la suya se quedara en el mismo sitio que la mía.



  • De verdad, sé que ahora no me puedes creer, pero lo hago por los dos.
Habían pasado cuatro años desde aquella tarde en que me dijo que tenía miedo, habíamos vivido mil tardes más allí, nos habíamos visto crecer, hacer mil promesas... pero, por lo visto, al cumplir los dieciocho y tener planes de estudios en otras ciudades a uno se le quita todo ese miedo, esa tontería… aunque sigo preguntándome por qué a mí no, por qué a mí jamás se me quitó, si yo crecía como ella, si yo tenía exactamente los mismos planes.
  • Necesitamos encontrar cosas diferentes, descubrir otros sitios… sé que nos irá bien a ambos. -Sonrió-
Me había citado, en el mismo parque donde siempre quedábamos, pisando el mismo césped que un día nos vio tendernos sobre él y prometernos que siempre estaríamos juntos, para decirme que era hora de seguir el camino por separado.
  • Yo no necesito otra cosa que no seas tú. –Le dije, sin querer parecer que estaba suplicando, pero sin poder evitar que esta vez fueran mis ojos los que lloraban-
Pero su gesto era sonriente, como quien sabe que de verdad está haciendo lo correcto.
  • Jamás se me olvidará este tiempo contigo, jamás… pero créeme, algún día me lo agradecerás.
Veinte años han pasado, veinte. Aún no sé cuando coño va a llegar ese supuesto día en que se lo tenga que agradecer.
  • ¿Ya no tienes miedo? - Le dije mientras la veía alejarte-
Se giró, derramó una sola lágrima, como aquella vez, y sonrió.
  • Nunca he dejado de tenerlo.

Un año después la volví a ver. Ni siquiera sé si ella me vio a mí, supongo que no. Estaba a punto de entrar en la veintena, y era aún más increíble que la última vez; y sí, todo lo que me dijo en aquella despedida se cumplió… sólo que por su parte nada más. Alguien la acompañaba, y, la verdad, el rápido repaso visual que le hice me bastó para saber que a simple vista me ganaba absolutamente en todo.
Ella se había olvidado. Se había olvidado de todo. Y ahí me quedaba yo, pensando, por un lado, que no tenía sentido seguir sufriendo, y por otro, que fuera así o no ya era tarde… jamás me iba a olvidar de ella, lo mereciera o no. Jamás.
Ella haría su vida, y simplemente recordaría su adolescencia y al ser que la acompañó en ella con cariño, sabiendo que fue feliz, pero que solamente fueron niñerías, típicas relaciones adolescentes, mientras que yo viviría mi vida entera con esa despedida clavada, renunciando a todo, renunciando a pensar que eso existía de verdad, que había personas que no se cansaban, como se había cansado ella.



Miro a mi izquierda, y observo a la mujer, que mira al frente, con la mirada perdida. El corazón me late rápidamente, y es que, si fuera valiente, si aún no se me hubiera olvidado cómo era eso, seguramente le hablaría, y le diría que se parece increíblemente a una niña que conocí una vez.
La observo, cada vez con más atención, con más agobio, con más agonía. Sus ojos, sus rasgos, aún estando callada y seria, sus labios… tan sólo le falta una lágrima, una sola lágrima recorriéndole la mejilla, para no dudar de que es exactamente igual que aquella niña.
Me gustaría decírselo, me gustaría decirle que le agradezco, aunque no haya hecho nada por ello, que hoy mi corazón haya latido de nuevo. Me gustaría decirle que me recuerda a alguien, a la única persona que este corazón reconoce, que sus labios son iguales a los de esa niña, cuando me sonreía y me decía que estaríamos juntos para siempre, que sus ojos son los mismos que aquellos que un día me miraron con infinita inocencia e ilusión… que su rostro es demasiado parecido al de una adolescente que marcó mi vida para siempre.
Pero no, no puede ser la misma. No puede serlo, porque esa niña estaba llena de vida, de ilusiones, de confianza, y este rostro que ahora mismo observo no tiene nada de eso. Es bello, a más no poder, pero miro sus ojos y no veo ese brillo que veía en los de ella, miro su gesto y no encuentro ni un solo resquicio de esa felicidad que obtuvo junto a mí.
Pero qué bella es, a pesar de todo.
El autobús llega con su traqueteo incesante, y se para justo delante de nosotros, abriendo sus puertas para que los tres pasajeros que estamos aquí sentados nos subamos a él.
El chico se levanta, y lo observo subir, a paso ligero.
Después de unos segundos, el vehículo cierra sus puertas, y sigue su camino, dejándome aquí con el corazón petrificado, exactamente en la misma posición en la que me senté, con la mirada perdida.
La mujer sigue a mi lado, en idéntica posición.
El autobús, ese que jamás he perdido en años, se ha ido sin mí.
El autobús, ese que ella buscaba hoy, encontrándose en un sitio donde no suele, se ha ido sin ella.
De nuevo miro su rostro, y aunque es extremadamente precioso, sé que no es el de aquella niña.
Ya no lo es.
  • Me equivoqué. –Dice esa mujer, a la que no conozco de nada- Creí que lo hacía bien… pero me equivoqué.
No hablo, no contesto, no gesticulo.
Se levanta, y me mira a los ojos, con una lágrima, una sola lágrima, la única que se permite dejar escapar, resbalando por su mejilla.
  • Supongo que jamás dejé de tener miedo.
Giro lentamente la cara, y la miro a los ojos, sin sorpresa… sólo con dolor, aunque mi rostro no lo demuestre.
  • Un día nuestro equipo dejará de perder, y ganará todos los domingos… y entonces no importará si todos los lunes son iguales. Porque a nadie le importa que los días se repitan, mientras sean felices.
La mujer desconocida hace un gesto de no entenderme.
  • Yo también tengo miedo. –Digo, levantándome del asiento, con un dolor en las costillas desesperante.
La miro a los ojos, y añado:
  • Nunca dejé de tenerlo.
Le toco la mano a modo de despedida, y con solo ese leve contacto, vuelvo a tener quince años, aunque sea por un sólo segundo más en mi vida.
  • Todos tenemos miedo, señora.
Le digo, mientras comienzo a caminar lentamente.
Hoy, por primera vez en muchos años, haré mi camino andando.
Porque mientras siga haciendo lo mismo cada día siempre será lunes, siempre hará frío, siempre me llamarán de usted… siempre perderá mi equipo.
y eso algún día deberá cambiar.


  • Tengo miedo.
Dijo esa niña, girando la cabeza y mirándome a los ojos.
Yo la miré, y en ese momento sentí miles de sensaciones a la vez… aún las recuerdo todas
  • Todos tenemos miedo. Pero para eso estamos juntos, ¿No?
  • ¿Siempre? -Sonrió-
Entonces la miré a los ojos, y supe que lo decía de verdad. Que aunque apenas estuviéramos empezando a vivir y no supiéramos nada, aunque creciéramos y algo cambiara por lo que fuera, en ese momento me decía eso con toda su alma, con absoluta certeza, con seguridad.
  • Siempre.

martes, 18 de septiembre de 2012

Redención


Las gotas de lluvia golpean ferozmente contra el cristal de la ventana, en forma de amenaza. No es de esas ocasiones en la que la lluvia es plácida, como una suave sinfonía, una orquesta donde todo suena a la perfección.
Esta vez caen como si fueran pequeñas bombas venidas directamente del cielo, sin que su intención sea otra que quebrar el cristal e inundar la habitación.
Tal vez sea una gota por cada persona que dañó, una gota por cada dolor que causó.
Está sentado a los pies de la cama, con los codos sobre las rodillas, y las escuálidas y huesudas manos entrelazadas. La gabardina grisácea y vieja tiene un color aún más oscuro, casi negro, tras haberle caído toda la lluvia encima, y de vez en cuando incluso le siguen cayendo gotas de su gran bigote canoso.
Respira agitadamente, aunque de eso él no se da cuenta.
Él solamente escucha la lluvia amenazarle, en esta fría y cutre habitación de motel de carretera, y sabe que para él ya no hay redención.
La pidió, Dios sabe que la pidió... pero, cualquiera que la oyera, si es que alguien lo hizo, la obvió completamente.
Demasiado daño causado durante demasiado tiempo como para que todo sea perdonado de repente, ha terminado por pensar.
Medio siglo de vida intentando hacerlo bien y cada vez haciéndolo peor, viéndose envuelto en situaciones en las que nunca supo cómo acabó exactamente, pero desde luego, ninguna inmerecida.
El día que deba ponerse delante del Altísimo, simplemente, lo mirará a los ojos, y le dirá, con toda la sinceridad que cabe en su alma, que no supo hacerlo mejor. Cuando no hay más que un camino posible para respirar, para comer, para vivir, simplemente te dispones a seguir recorriéndolo cueste lo que cueste, sin pararte a pensar que no es el mejor, o el más seguro. Sólo caminas, porque sabes muy bien que hay gente detrás que, en cuanto te vea dubitativo, te va a dar un empujón para adelantarte.
Suspira, y esta vez sí se da cuenta de ello.
Hacía años que no suspiraba.
Si alguna vez tuvo un atisbo de vida normal, hace tanto de ello que ya ni recuerda si de verdad fue así, o simplemente lo ha imaginado tantas veces, su cerebro, sus venas y su alma han pasado por tanto, que ya confunde realidad con ficción.
Tal vez sí, tal vez, después de todo, hubo un día alguien al que le preocupó su vida, alguien que intentó darle algo mejor. Lo que más se condena es no poder recordarlo siquiera, pero, si así fuera, ahora, desde esta solitaria y húmeda habitación, le agradece con lo poco que le queda de alma su dedicación y empeño.
Le gusta pensar que no es una mala persona. Y no, no lo hace por sentirse mejor, ni por ser victimista, ni por eludir responsabilidades.
Sabe que la inmensa mayoría de cosas que le han ocurrido en su vida son merecidas, tal vez involuntariamente, pero merecidas, pero eso no le quita para pensar que no es malo. Quizás se ha equivocado muchísimas más veces de lo que se le puede permitir a un ser humano, y, si así fuese, su penitencia lleva pagando y seguirá haciéndolo el resto de su vida.
No supo hacerlo mejor.
Apoya la palma de las manos en sus rodillas para ayudarse a levantar con tremendo esfuerzo, sintiendo cómo le tiembla hasta el más mínimo músculo de su diminuto y maltratado cuerpo, pero lo hará de todas formas.
Se dirige con paso torpe hacia la ventana, como un cachorro aprendiendo a caminar, y se agarra a la cortina estampada de flores, para poder divisar el desalentador paisaje.
No hay absolutamente ninguna casa en kilómetros a la redonda, y no se ve más que hojarasca revoloteando fuertemente, acompañada de silbidos crueles del viento mezclado con la lluvia.
Silbidos crueles que llegan al alma.
Una lágrima le cae por la arrugada mejilla, a la que le siguen otras, al principio distantes, y luego cada vez más asiduas.
Hacía años que no lloraba.
Llora por la soledad, por la vida que no es vida, por haberlo hecho todo mal.
Llora por esa señal de redención que pidió a un Dios que ya no le quiere escuchar, llora porque le duele algo muy adentro, demasiado constante, durante demasiado tiempo.
El hombre del tiempo ha dicho que no hay ninguna posibilidad de que escampe en las próximas doce horas, absolutamente ninguna. Que nadie salga de sus casas, que se queden calentitos, con sus familiares.
Calentitos, con sus familiares.
Mira al suelo, y de nuevo emprende esa travesía de apenas unos pasos, para llegar de nuevo junto a la cama.
Se sienta en ella, con sumo cuidado, y deja la vista perdida.
No hay terror más grande que el cansancio. No hay agonía más insoportable que la de sentir ese hastío continuo, esa sensación de que quieres llegar ya a la meta, no importa lo que aún te quede en el camino. Simplemente, no te interesa.
Se tiende en la cama, entre leves quejidos, y se queda bocarriba.
Algo le va haciendo cada vez los párpados más pesados, y no sabe si es sueño, o es algo más profundo. Más ilimitado.
Pero no le importa. Sus ojos quieren cerrarse, y él no piensa impedirlo.
Hacía años que no dormía.
El viento amaina poco a poco, el silbido cruel cada vez lo es menos, y la hojarasca vuelve muy lentamente a reposar en el suelo, allá detrás de la ventana.
La lluvia cesa de repente, y es que hasta a ella, tan cruel e inflexible, le ha llegado a conmover.
El hombre del tiempo dijo que era totalmente imposible que parara de llover en doce horas, y ahora no hay rastro de lluvia, ni de viento.
Sólo hay redención.
Una redención brindada por un Dios que nunca lo dejó de escuchar, por un cielo que ahora no protesta, tan sólo llora su pérdida. La pérdida de un simple ser humano más, errante y torpe, que se equivocó demasiadas veces, durante demasiado tiempo.
Él no verá que su redención ha sido concedida, no verá que no llueve, no verá que las gotas ya no lo amenazan.
Él no volverá a despertar de esa solitaria cama, en un motel apartado de toda civilización, pero no le importará.
Hacía años que no vivía.
La noche es más oscura, y el viento mece un luto que nadie sabrá jamás.
El cielo está triste, y el mundo llora la pérdida de una buena persona.
Cada vez quedan menos, y cada vez están más escondidos.
No era un mal hombre, nunca lo fue.
Simplemente, no supo hacerlo mejor.