Escuché una canción, y en mi mente empezaron a nacer escenas, sueltas, y a la vez unidas.
Las notas acompañan cada palabra.
El ser humano está dejando de ser humano.
Ese es el verdadero apocalipsis.
El
fin del mundo es inminente.
Ya
no queda esperanza, ya no hay una sola razón para evitarlo.
Ya
sólo queda redención.
Estoy
en el centro de todo, así, tal cuál. En medio de un campo
árido y seco, un campo muerto. Mi gabardina gris se mueve, muy
lentamente, producto de los últimos coletazos de una brisa que aún
lucha por no apagarse definitivamente.
Mis
manos permanecen metidas en el interior de los bolsillos, y no
respiro.
Yo
nunca lo he hecho.
Pero
no, no soy tan diferente a lo que hay aquí.
Vosotros
tampoco lo hacéis, aunque os creáis que sí.
Un
chico lleva horas bajo la ducha, con la cabeza gacha, totalmente
inmóvil, dejando que el agua golpee en el centro de su coronilla
violentamente y se desplome por todo su cuerpo. Su respiración
comienza a acelerarse, y su gesto se contrae. Sigue respirando a
mayor velocidad, hasta que empieza a jadear, y apoya la palma de la
mano derecha en los azulejos blancos, impolutos, tan en contraste con
su situación.
Llora.
De rabia, de dolor. Tal vez las dos cosas.
Sigue
cayendo el agua, mas eso no le limpiará por dentro.
Un
árbol cruje por última vez, después de más de un siglo vivo, de
pie, haciendo frente a toda una vida y habiendo visto mucho más de
lo que hubiera deseado ver. Y después de años de supervivencia,
después de tanto tiempo haciendo de centinela silencioso, decide que
ya está bien de aguantar tanto, tanto para nada. No hay solución.
Ya no. Se oyen los últimos resquebrajos de su cuerpo lleno de
astillas –como el del chico de la ducha, al fin y al cabo- y se
parte en dos, sin la menor duda, sin el menor esfuerzo por
mantenerse.
Una
chica seria, absorta, con la mirada perdida en la nada. Sentada en
una silla en medio de una habitación totalmente vacía,
prácticamente a oscuras. Una persiana a medio abrir deja que entre
la única luz de la habitación, proveniente de la calle, pero eso
sólo hace darle un toque aún más lúgubre a la escena.
Por
debajo de sus ojos caen un par de hileras oscuras, manchas de rimmel,
manchas de lágrimas derramadas hace poco, y a la vez, hace tanto
tiempo. Ya no tiene siquiera necesidad de llorar, sería totalmente
en vano. Ya no hay esperanza. Esas manchas no son sino recuerdos de
lo que un día fue, de lo que un día le dolió, y eso hace que aún
quede dentro de ella la sensación de que hubo un día en que se
sintió viva.
Las
calles están colapsadas, pero no, no de gente. Hubo un tiempo en que
sí, en que los únicos colapsos que se producían eran de personas,
de personas llegando tarde y con prisas, de personas insultándose,
barriendo la mierda debajo de sus alfombras, de cláxones impacientes
y de insultos a aquel que no pensaba como ellos, no vivía como
ellos, no era como ellos.
Ahora
los únicos colapsos los produce esta lluvia que lleva dos meses sin
detenerse ni por un sólo minuto. Llueve y llueve sin parar, tal vez
producto de la ducha abierta de un Dios que no está muy seguro de si
esta vez enviar un diluvio o mejor dejar que nosotros mismos nos
sigamos cargando el mundo solos, que lo estamos haciendo muy bien,
casi mejor de como lo haría él.
Una
persona mira a otra, en silencio. Creía que la conocía, creía que
podía confiar en ella, pero no, ya nadie mira por nadie. Personas
como esa, sensibles, con fe aún en un mundo mejor, serán los
primeros en caer.
Quizás
personas como la otra piensen que así pueden llegar un poco más
lejos, apuñalando unas cuantas espaldas y salvando su propio culo un
par de veces, pero no, también caerán. Quizá más tarde, pero con
más deshonra.
La
moneda cae hacia abajo, girando violentamente, ya está a pocos
metros del suelo, y esta vez saldrá cruz.
Un
anciano se sienta encima de una lápida, dispuesto a pasar otra tarde
más allí. Ya la gente no sale a la calle, pero eso a él no le
preocupa. Estuvieron toda una vida juntos, y nada hará que eso
cambie, nunca. Da igual quién esté aquí o no, los dos, uno de los
dos, ninguno. Ellos están vivos, y lo estarán para siempre,
mientras estén juntos. Su frente arrugada y sus canas despeinadas
así se lo dicen.
Un
hombre camina por las calles solitarias, sin un rumbo fijo. Pasa por
delante de unos ladrillos arrinconados, e, improvisadamente, decide
sentarse sobre ellos. De uno de los bolsillos interiores de su vieja
chupa, que debería parecer de cuero y se sabe de plástico, saca una
cajetilla arrugada de tabaco, y encuentra tan sólo uno. Se lo pone
en la comisura de los labios, y saca del bolsillo izquierdo de su
pantalón beige manchado un sobre con tan sólo dos cerillas,
arrancando una de ellas. La enciende con su uña sucia y larga, pero,
justo cuando se acerca con ella al cigarro, esta se apaga. Se queda
un rato inmóvil, como alguien que no entiende qué es lo que ha
ocurrido, o como alguien demasiado cansado para sorprenderse por
ello. Vuelve a arrancar la única que le queda, y, con esta sí,
consigue encender el cigarrillo, como si fuera un último guiño del
mundo. Le da una profunda calada, y fija sus ojos en el cielo, de un
color entre gris, rojo, negro. Hubo un día en que fue azul. De eso
hace ya mucho tiempo.
Por
entonces ni siquiera fumaba.
Dos
jóvenes están sentados en un coche negro, largo, muy antiguo. Cada
uno mira por el cristal de su ventanilla. No tienen más de veinte
años. Él, rubio, fija su mirada en un punto del desolador paisaje,
lleno de coches estropeados y abandonados. Un desguace sería una
manera muy halagadora de definir la escena. Ella, con una felpa
recogiéndole el pelo que le cae sobre los hombros, contrasta ese
gesto inocente con una gruesa lágrima rodando por su mejilla, la
cual viaja por cada poro que se encuentra en su línea recta de
camino hasta resbalar por el mentón y estrellarse contra el comienzo
de sus pechos. Un día esto no era así, creen recordar, aunque
ninguno está seguro de ello.
Tal
vez simplemente lo soñaron.
Un
loco corre por las solitarias carreteras, zigzagueando y huyendo de
algo que sólo sabe él. Quizá de un monstruo imaginario, quizá de
su vida, quizá de su pasado. No importa. Sea lo que sea, le acabará
alcanzando.
Sobre
lo que un día fueron poderosos edificios, y hoy son sólo gigantes
muertos, se posan palomas negras, plañideras de este inmenso
funeral.
Sigo
en medio de este campo muerto. Continúo con los ojos cerrados, con
las manos en los bolsillos, con la gabardina danzando suavemente al
ritmo de una suave brisa moribunda y agonizante.
Como
este mundo.
No,
no soy ningún anticristo.
Tal
vez sea la conciencia, la inocencia de un niño, el sueño de un
adolescente, la esperanza de un pobre.
Sea
lo que sea, estoy muerto.
Mis
pies se alejan del suelo, sólo unos centímetros, hasta quedarme
suspendido en el centro de todo, ahora más que nunca.
El
fin del mundo es inminente, la moneda da sus últimas vueltas, a
pocos minutos de caer, y esta vez saldrá cruz.
Abro
los ojos, llamándome la atención un detalle que hasta ahora se me
había pasado inadvertido.
Una
gota, una sola, cae una y otra vez sobre un punto fijo de este campo
desolado y desértico. Como si sólo lloviera en esa estricta parte,
en un radio de un milímetro.
En
ese punto se aprecia un casi inadvertible brote verde, pequeño,
diminuto, débil.
Pero
vivo.
Tal
vez la gota que cae una y otra vez sobre él sea de la ducha del
chico, savia del árbol, una lágrima negra de la chica. Quizá sudor
del viejo, saliva del hombre sentado en los ladrillos.
Quizá
sea un conjunto de todo eso, o quizá no sea nada de ello.
Pero
cae sobre un punto fijo, un punto de donde ha brotado algo verde,
inadvertible, pequeño, diminuto, débil.
Y
está vivo.
Te ha quedado genial, enhorabuena ;)
ResponderEliminarMe ha gustado, ánimo, todo tiene un comienzo.
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