sábado, 10 de noviembre de 2012

Apocalipsis


Escuché una canción, y en mi mente empezaron a nacer escenas, sueltas, y a la vez unidas.
Las notas acompañan cada palabra.

El ser humano está dejando de ser humano.

Ese es el  verdadero apocalipsis.


El fin del mundo es inminente.
Ya no queda esperanza, ya no hay una sola razón para evitarlo.
Ya sólo queda redención.
Estoy en el centro de todo, así, tal cuál. En medio de un campo árido y seco, un campo muerto. Mi gabardina gris se mueve, muy lentamente, producto de los últimos coletazos de una brisa que aún lucha por no apagarse definitivamente.
Mis manos permanecen metidas en el interior de los bolsillos, y no respiro.
Yo nunca lo he hecho.
Pero no, no soy tan diferente a lo que hay aquí.
Vosotros tampoco lo hacéis, aunque os creáis que sí.

Un chico lleva horas bajo la ducha, con la cabeza gacha, totalmente inmóvil, dejando que el agua golpee en el centro de su coronilla violentamente y se desplome por todo su cuerpo. Su respiración comienza a acelerarse, y su gesto se contrae. Sigue respirando a mayor velocidad, hasta que empieza a jadear, y apoya la palma de la mano derecha en los azulejos blancos, impolutos, tan en contraste con su situación.
Llora. De rabia, de dolor. Tal vez las dos cosas.
Sigue cayendo el agua, mas eso no le limpiará por dentro.

Un árbol cruje por última vez, después de más de un siglo vivo, de pie, haciendo frente a toda una vida y habiendo visto mucho más de lo que hubiera deseado ver. Y después de años de supervivencia, después de tanto tiempo haciendo de centinela silencioso, decide que ya está bien de aguantar tanto, tanto para nada. No hay solución. Ya no. Se oyen los últimos resquebrajos de su cuerpo lleno de astillas –como el del chico de la ducha, al fin y al cabo- y se parte en dos, sin la menor duda, sin el menor esfuerzo por mantenerse.

Una chica seria, absorta, con la mirada perdida en la nada. Sentada en una silla en medio de una habitación totalmente vacía, prácticamente a oscuras. Una persiana a medio abrir deja que entre la única luz de la habitación, proveniente de la calle, pero eso sólo hace darle un toque aún más lúgubre a la escena.
Por debajo de sus ojos caen un par de hileras oscuras, manchas de rimmel, manchas de lágrimas derramadas hace poco, y a la vez, hace tanto tiempo. Ya no tiene siquiera necesidad de llorar, sería totalmente en vano. Ya no hay esperanza. Esas manchas no son sino recuerdos de lo que un día fue, de lo que un día le dolió, y eso hace que aún quede dentro de ella la sensación de que hubo un día en que se sintió viva.

Las calles están colapsadas, pero no, no de gente. Hubo un tiempo en que sí, en que los únicos colapsos que se producían eran de personas, de personas llegando tarde y con prisas, de personas insultándose, barriendo la mierda debajo de sus alfombras, de cláxones impacientes y de insultos a aquel que no pensaba como ellos, no vivía como ellos, no era como ellos.
Ahora los únicos colapsos los produce esta lluvia que lleva dos meses sin detenerse ni por un sólo minuto. Llueve y llueve sin parar, tal vez producto de la ducha abierta de un Dios que no está muy seguro de si esta vez enviar un diluvio o mejor dejar que nosotros mismos nos sigamos cargando el mundo solos, que lo estamos haciendo muy bien, casi mejor de como lo haría él.

Una persona mira a otra, en silencio. Creía que la conocía, creía que podía confiar en ella, pero no, ya nadie mira por nadie. Personas como esa, sensibles, con fe aún en un mundo mejor, serán los primeros en caer.
Quizás personas como la otra piensen que así pueden llegar un poco más lejos, apuñalando unas cuantas espaldas y salvando su propio culo un par de veces, pero no, también caerán. Quizá más tarde, pero con más deshonra.

La moneda cae hacia abajo, girando violentamente, ya está a pocos metros del suelo, y esta vez saldrá cruz.

Un anciano se sienta encima de una lápida, dispuesto a pasar otra tarde más allí. Ya la gente no sale a la calle, pero eso a él no le preocupa. Estuvieron toda una vida juntos, y nada hará que eso cambie, nunca. Da igual quién esté aquí o no, los dos, uno de los dos, ninguno. Ellos están vivos, y lo estarán para siempre, mientras estén juntos. Su frente arrugada y sus canas despeinadas así se lo dicen.

Un hombre camina por las calles solitarias, sin un rumbo fijo. Pasa por delante de unos ladrillos arrinconados, e, improvisadamente, decide sentarse sobre ellos. De uno de los bolsillos interiores de su vieja chupa, que debería parecer de cuero y se sabe de plástico, saca una cajetilla arrugada de tabaco, y encuentra tan sólo uno. Se lo pone en la comisura de los labios, y saca del bolsillo izquierdo de su pantalón beige manchado un sobre con tan sólo dos cerillas, arrancando una de ellas. La enciende con su uña sucia y larga, pero, justo cuando se acerca con ella al cigarro, esta se apaga. Se queda un rato inmóvil, como alguien que no entiende qué es lo que ha ocurrido, o como alguien demasiado cansado para sorprenderse por ello. Vuelve a arrancar la única que le queda, y, con esta sí, consigue encender el cigarrillo, como si fuera un último guiño del mundo. Le da una profunda calada, y fija sus ojos en el cielo, de un color entre gris, rojo, negro. Hubo un día en que fue azul. De eso hace ya mucho tiempo.
Por entonces ni siquiera fumaba.

Dos jóvenes están sentados en un coche negro, largo, muy antiguo. Cada uno mira por el cristal de su ventanilla. No tienen más de veinte años. Él, rubio, fija su mirada en un punto del desolador paisaje, lleno de coches estropeados y abandonados. Un desguace sería una manera muy halagadora de definir la escena. Ella, con una felpa recogiéndole el pelo que le cae sobre los hombros, contrasta ese gesto inocente con una gruesa lágrima rodando por su mejilla, la cual viaja por cada poro que se encuentra en su línea recta de camino hasta resbalar por el mentón y estrellarse contra el comienzo de sus pechos. Un día esto no era así, creen recordar, aunque ninguno está seguro de ello.
Tal vez simplemente lo soñaron.

Un loco corre por las solitarias carreteras, zigzagueando y huyendo de algo que sólo sabe él. Quizá de un monstruo imaginario, quizá de su vida, quizá de su pasado. No importa. Sea lo que sea, le acabará alcanzando.
Sobre lo que un día fueron poderosos edificios, y hoy son sólo gigantes muertos, se posan palomas negras, plañideras de este inmenso funeral.

Sigo en medio de este campo muerto. Continúo con los ojos cerrados, con las manos en los bolsillos, con la gabardina danzando suavemente al ritmo de una suave brisa moribunda y agonizante.
Como este mundo.
No, no soy ningún anticristo.
Tal vez sea la conciencia, la inocencia de un niño, el sueño de un adolescente, la esperanza de un pobre.
Sea lo que sea, estoy muerto.
Mis pies se alejan del suelo, sólo unos centímetros, hasta quedarme suspendido en el centro de todo, ahora más que nunca.
El fin del mundo es inminente, la moneda da sus últimas vueltas, a pocos minutos de caer, y esta vez saldrá cruz.
Abro los ojos, llamándome la atención un detalle que hasta ahora se me había pasado inadvertido.
Una gota, una sola, cae una y otra vez sobre un punto fijo de este campo desolado y desértico. Como si sólo lloviera en esa estricta parte, en un radio de un milímetro.
En ese punto se aprecia un casi inadvertible brote verde, pequeño, diminuto, débil.
Pero vivo.
Tal vez la gota que cae una y otra vez sobre él sea de la ducha del chico, savia del árbol, una lágrima negra de la chica. Quizá sudor del viejo, saliva del hombre sentado en los ladrillos.
Quizá sea un conjunto de todo eso, o quizá no sea nada de ello.
Pero cae sobre un punto fijo, un punto de donde ha brotado algo verde, inadvertible, pequeño, diminuto, débil.
Y está vivo. 

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