miércoles, 28 de septiembre de 2011

Detrás

Empiezo con un relato que tal vez sea una buena forma de resumir mi forma de escribir para el que aún no la sepa. Tuvo bastante aceptación, y yo no me olvido de él.
El tiempo pasa, y pensamos que ya hará su trabajo. Pero no, no lo hace si nosotros no hacemos el nuestro, sea en el sentido que sea.

"Perdona mi maldita costumbre de despertarte, porque tengo miedo... o porque llego tarde."

I. Serrano
A veces me gustaría tener el valor de, con los dedos índice y corazón, abrir una rendija en esa persiana que me impide ver las cosas que no debo, las cosas que nadie quiere ver, y observar todo lo que se esconde detrás.
Cada segundo que pasa en el reloj suena a estruendo, a quejido, a lamento.
Yo ya me acostumbré a él, y en ocasiones pienso que es una manera que tiene el tiempo de decirme que, aunque no lo crea, me comprende.
Que está aquí, que está conmigo.
Que también piensa lo que pienso yo, y también se conforma sólo con compartirlo en esta habitación, donde la oscuridad reina, a excepción de esa luz anaranjada que viene directamente de la farola colgante del edificio de enfrente, y el silencio sería total si no fuese por las voces que llegan procedentes de la calle, voces de gente joven. Gente con su vida, con su forma de ser… gente que, al fin y al cabo, vive como todos, detrás de la persiana.
Esa persiana que esconde todo lo que queda mejor escondido.
Si lo hiciera, si tuviera ese valor que comentaba antes para abrirla, aunque sólo fuera un poco, supongo que podría ver a personas saludándose alegres justo al encontrarse en el portal, como si nada pasara, disimulando a la perfección que apenas unos segundos antes lloraban de rabia escondiendo la mierda debajo de la alfombra de sus casas, disimulando que no han oído al otro.
Vería a la chica que siempre me encuentro en la parada del autobús, cuando el sol aún no ha salido y hasta en ocasiones ni siquiera el cielo ha empezado a clarear, con su eterno gesto, siempre indescifrable, escondiendo medio rostro detrás de su bufanda, y la vería en su cama, en esas horas que jamás la he visto. La vería dormir con un chico, la vería darse la vuelta para que no la viese llorar, aunque quizás el motivo de su llanto fuera precisamente que, aunque la viera, tampoco le importaría demasiado.
Vería a chicos con pendientes y expulsados tres veces del instituto ayudar con las bolsas de la compra a la anciana del piso de abajo, y vería dos minutos más tarde al abogado del bloque contiguo mirarlo con desprecio mientras pasa bajo su ventana, por las pintas, por los andares, mientras le agradece al cielo que sus hijos no sean así, ignorando completamente las aficiones de sus perfectos descendientes cuando salen los sábados por la noche.
Vería un coche en un descampado a las afueras de la ciudad a altas horas de la madrugada, con dos chicos en su interior, desnudos y jadeantes, y mientras en ese vaivén y mezcla de sudores él piensa lo mucho que lo van a envidiar mañana cuando cuente a quien se está tirando, ella se deja hacer con la mirada perdida y sin el menor placer, pensando qué día fue cuando supo que los príncipes no existían, qué día fue cuando renunció a ser esa princesa con la que soñaba ser de niña.
Vería a vagabundos cultos e inteligentes buscar cartones resistentes para hacer frente a la lluvia nocturna, y vería a inútiles con Mercedes pasar a su lado haciendo salpicar los charcos.
Al vecino escondiéndose detrás de los buzones para no coincidir con su ex mujer, que acaba de llegar al barrio con ese nuevo novio de su brazo, ese con un trabajo más remunerado, más alto y menos calvo. ¿Acaso importa lo demás?
Vería cómo los que no saben nadar se ahogan porque ya no hacen pie en las ilusiones rotas, vería a personas, por llamarlos de alguna manera, poniéndose en fila para darte las malas noticias, eso sí, diciéndote que si estás mal puedes contar con ellos, faltaría más.
Te vería a ti, mucho más madura, haciendo como que sabes vivir, aparcando el coche y encaminándote a tu casa, y lo harás tan bien, tan bien, que me lo creeré un poco más.
Me vería a mí pasar por tu lado, saludándonos con la cabeza al pasar, sin hablar, o peor, sonriendo sin ganas, y disimularía que mi corazón aún sólo se acuerda de latir cuando te huele, pero lo disimularía tan bien, tan bien, que jamás te darías cuenta.
Vería al taxista llegando tarde y cansado a su casa, y vería al panadero saliendo pronto y cansado de la suya.
Vería a un joven tomando el sexto café de la noche con el escritorio repleto de apuntes desordenados, estudiando para un examen crucial, y lo vería olvidarse completamente de todo una vez más cada vez que mirara de reojo la foto en su mesa, esa cuando los dos estaban juntos, esa cuando aún pensaba que “siempre” era una palabra, y no una utopía.
Vería a personas que un día se prometieron la vida encontrarse de frente y no sentir nada de nada, vería a gente que sonríe, que deja propinas y que son simpáticos y que sin embargo darían una puñalada a la espalda que fuera en cuanto su culo estuviera en peligro.
Vería a chicos que un día fueron inocentes y hoy te traicionan simplemente por su creencia absoluta en que tarde o temprano tú acabarás haciéndole lo mismo, cosiéndose su propio corazón, puntada a puntada y sosteniendo el hilo con la boca, estallando por dentro antes de exteriorizar sus sentimientos.
Y podría ver nudillos sangrando de impotencia en callejones mohosos, esos donde se esconden los malhechores, y podría ver quinceañeras paseándose por allí sin el menor miedo.
Y podría ver lágrimas en rostros que nunca hubiera pensado, y podría ver labios superiores mordiendo los inferiores enfermizamente de puro regocijo.
Y, por ver, podría hasta ver ojos que digan la verdad, encerrados en cualquier manicomio, cualquier colegio, cualquier bar.
Vería cómo es la vida detrás de esas rendijas, detrás de ese frío cristal, dónde todos somos bastante menos guapos, menos sonrientes, menos amables, y supongo que la tristeza más grande me recorrería el cuerpo cuando viera todo eso sin sorprenderme lo más mínimo, cuando descubriera que ya no voy a correr a un rincón a pensar asustado y compungido que para nada habría podido imaginar tales cosas.
Un mundo en el que el suelo estaría completamente sucio, lleno de fotos quemadas y cortadas a trocitos, canciones que nadie quiere oír ya, condones usados y papeles hechos una bola que, si te molestas en abrirlos, comprobarías que tienen escrito algo, aunque ni siquiera se pueda leer bien, puesto que la tinta se corrió a base de caerle encima lágrimas.
Vería a un niño de apenas siete años tirarle de la manga a su madre para que le dé algo a ese hombre que pide sentado en la puerta del supermercado, y la madre se percate con terror de que ni siquiera lo había visto, mientras recuerda que ella también tuvo siete años, y también le tiró de la manga un día a su padre en idéntica situación.
Vería promesas hechas en la niñez que aún se siguen cumpliendo, que no se olvidan, aunque nos preocupemos frente al espejo cuando observamos cómo nos comienzan a salir las patas de gallo, cómo el pelo empieza a clarear, y ni siquiera recordemos la edad exacta que teníamos cuando las hicimos.
Contemplaría  a una pareja joven arropando a su bebé, y aunque no tengan para llegar a final de mes y sus padres ni siquiera se soporten demasiado, lo tienen a él, a ese ser que mide apenas cincuenta centímetros y sin embargo es el completo dueño de sus vidas… y, cuando se miraran, sabría que sencillamente por esas razones el mundo vuelve a amanecer un día tras otro, aunque no dudo de que tal y cómo está la cosa en más de una ocasión le haya apetecido mandar a la mierda todo y dejarnos a oscuras, pero supongo que a algunos hasta les gustaría más: a oscuras no es necesario sonreír cuando no se tiene ganas, se puede mirar con amor hacia dónde está esa persona que jamás te permitirías que lo supiera, y se puede tocar un culo y echarle la culpa a otro.
Vería conversaciones que empiezan a altas horas de la madrugada y terminan exclusivamente cuando descubren los primeros rayos de sol en la cara del otro, sorprendidos por llevar horas y horas hablando, sin haber sido conscientes del tiempo que estaba pasando, y más aún, porque los dos se gustan y aun sigue la ropa en su sitio, aunque ninguno esperaba eso.
Vería a ese matrimonio que se suelta la mano disimuladamente cuando sale de la fiesta, pues ya no hace falta aparentar, y vería a esa pareja de quince años cogérsela cuando sale de la fiesta, pues ya no hace falta aparentar.
Vería sueños fracasados borrachos en las esquinas, cantando una canción y maldiciendo no sé qué; ilusiones que un día fueron fieles y hoy son sólo putas que se venden en el callejón, y almas que, desgastadas, subieron al tejado más alto de la ciudad y se tiraron sin dudar, dejando una nota escrita a alguien que nunca la va a leer.
Pero te vería a ti, te vería entrar en tu casa, cerrar la puerta detrás de ti, apoyando la espalda en ella, y, sin quitarte ni la chaqueta ni la bufanda, quien sabe, quedarte muy quieta, cerrando los ojos con fuerza y culpándote por no haberme olvidado todavía, a pesar del tiempo que hace que ni siquiera nos paramos a hablar.
Te vería encendiendo la radio, para quitarla apresuradamente cuando sonara esa canción que, un día, sonaba mientras éramos nosotros los que teníamos diecisiete años y estábamos desnudos en el interior de un coche… pero yo no pensaba en a quien se lo iba contar, porque ni siquiera tenía un alguien a quien contárselo, y tú en vez de tener la mirada perdida la tenías fijada en mis ojos, sonriente, y no te hacías preguntas de princesas frustradas, pues en ese momento te sentías una de verdad... y te vería mirando por la ventana, en tu propia persiana, con los dedos índice y corazón temblando acercándose a la rendija para abrirla un poco y ver el mundo tal y cómo es, con el pelo recogido tan solo a medias, como tanto me gustaba, y, tras respirar hondo, finalmente desistirías en tu intento y correrías igual que una niña asustada a la cama, si es que no sigues siendo solamente eso.
Y supongo que también me vería a mí mismo.
Haciéndole una reverencia al vagabundo, sentándome con él sin más, y pensando nervioso si debo pedirle perdón porque ya no tengo siete años y, en ocasiones, por prisas o por lo que sea, paso a su lado y ni siquiera me percato de que está ahí… aunque afortunadamente de vez en cuando ese niño me dé una paliza y me obligue a cosas como ésta.
Por él, y por mí, sobretodo, para qué engañarnos, quizás mientras lo hago saque las llaves de casa para rayar los Mercedes de todos esos inútiles.
Le sonreiría al chico de los pendientes, si es que me acuerdo de cómo se hace, aunque, en el caso de que no me atreviera, supongo que con sólo una mirada podría decirle lo que pienso, y entonces a lo mejor hasta el que sonreiría sería él, y no yo.
Me vería un lunes normal, saliendo de casa con ese frío interno que se te queda clavado al cuerpo, empezando la condenada semana llegando a la parada del autobús, y quizás, ya que estamos con las sonrisas, la gran diferencia respecto a los demás lunes sea que en éste note que la chica de la bufanda me dedica una, tímida, pequeña, casi imperceptible, y yo sabré qué es porque por la noche ya no tiene que darse la vuelta para que un tipo que nunca la mereció no la vea llorar, porque ya no existirán los lunes en que ella amanezca triste.
Vería a una chica en la soledad de su casa, sentada en la cama, pensando en cuanto aterra volver a empezar de nuevo, volver a confiar en alguien cuando ya apenas queda corazón, y en cómo las preguntas comprometidas, y la vida en general, se resuelve más fácil con mentiras… y ella se creyó todas las que él le soltó, un día tras otro, sin el menor remordimiento, y es que, al fin y al cabo, él había dicho todo eso “por no hacerle daño”… y pensaría todo esto mientras las mejillas se le van manchando (decorando) con lágrimas negras a causa del rimmel, quemando fotos una por una… pero también vería a alguien, a alguien que muchos toman por loco, caminando de un lado a otro de su habitación, terminando unos versos para esas lágrimas, y vería una noche futura, con sus miradas encontrándose, con ellos encontrándose, cuando ambos creían que ya no había nada que encontrar.
Podría pasarme el día, o la vida entera, mirando detrás, encontrándome con todo tipo de cosas, de situaciones, de personas.
Puede que sí, o puede que no.
Puede que viera todo eso, puede que fuera mejor de como lo pinto, o puede que aún muchísimo peor.
Solo sé que mi mano tiembla cada vez que estoy a punto de abrir la rendija, como temblaba la tuya en la misma situación, como nos temblaban a ambos, cuando tú dejabas la palma en mi pecho, oyéndolo latir, tan atenta, y yo rodeaba tu cintura, y entonces nuestras miradas sustituían toda clase de palabras, cuando la cobardía que acompaña a la madurez aún no nos invadía del todo y nos daban igual las habladurías, las opiniones de la gente, los comentarios de que algún día ni siquiera nos íbamos a mirar a la cara.
Esas ocasiones en las que no teníamos un trabajo en qué excusarnos cuando las cosas iban mal, cuando igual éramos más ingenuos, pero atrévete a decir que no más valientes, atrévete a decir que no menos idiotas.
Esas ocasiones en las que no sabíamos mentir, y entonces, simplemente con una tímida sonrisa, hasta parecíamos en paz.
A veces me gustaría tener el valor de, con los dedos índice y corazón, abrir una rendija en esa persiana que me impide ver las cosas que no debo… pero supongo que, al final, lo haría sólo para verte a ti.

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