Llegó el momento de sacarlo a la luz. Diez años desde que lo escribí. Demasiados.
Pasados los años, veo la historia como
algo lejano, casi irreal.
Ha tenido que pasar mucho tiempo para
que pueda hablar sobre ello, y seguramente para quien lo lea no sea
más que una simple historia, como muchas otras. No les puedo culpar.
A los que piensen eso, simplemente, les diré que ellos no estuvieron
allí. No sintieron lo que yo sentí, nunca miraron a los ojos que yo
miré.
Poco más que un grupo de niños
jugando a ser mayores, una infancia repartida entre sueños y
dificultades, algo más que una simple amistad. Cientos de tardes en
aquel parque, jugando a ser alguien que nunca fuimos, sin saber que
nuestra vida real era mucho más emocionante que cualquiera de las
personas que fingíamos ser.
Muchos años desde aquello, quizás
cientos.
A pesar de los innumerables recuerdos,
se me quedó especialmente el de aquella tarde de primavera, en la
que nos dimos cuenta de que crecíamos, aunque se nos olvidara a los
cinco minutos.
- ¿Os habéis preguntado qué pasará si algún día no nos vemos?
Éste que habló fue el más bromista
del grupo, el típico gordo -para él no era absolutamente ningún
inconveniente que lo llamáramos así- con sentido del humor. Ya sé
que parece el típico prototipo, pero es que él lo era. Disculpadme
si no llamo a ninguno por su nombre, pero es un dato que prefiero no
desvelar.
Tras esa pregunta, todos nos quedamos
en silencio, más aun del que había hasta ese momento.
Yo sentado, jugueteando con una rama, y
mirándome la camiseta sucia, pensando en cuanto tiempo tardaría mi
madre en callarse los gritos cuando me la viera.
A mi izquierda la pareja inseparable.
Ella era la única chica del grupo, quizás por eso le teníamos ese
respeto todos. Sólo hablábamos de cosas de chicos cuando ella no
estaba delante, y por Dios que no era por educación, más bien por
miedo. Su cabeza reposaba en las rodillas de nuestro amigo, el
primero que se enamoró de todos nosotros. Por aquel entonces no lo
entendíamos… no sé si alguna vez conseguimos hacerlo; de todos
modos, ni siquiera sé si alguno consiguió entenderse a sí mismo
alguna vez. Se besaban delante de nosotros, supongo que para darnos
envidia, y si lo hacían por eso, la verdad es que siempre lo
consiguieron. Pero ella era una más, la primera en pringarse hasta
las rodillas cuando hacía falta, la primera en empezar una pelea...
era como un chico, pero con una cara preciosa y un cuerpo que provocó
los primeros deseos de mi vida. Él lo sabía, pero nunca nos dijo
nada; tenía claro que si ella hubiera sido la novia de alguno de
nosotros, le hubiera ocurrido igual.
- ¿Estás loco?
Dijo ella,
mirándolo despectivamente.
- Eso nunca nos pasará. Eso solo les pasa a los imbéciles, a esos que mucho hablar mucho hablar y luego a las primeras de cambio se pierden, se olvidan de los de siempre, se les hace el cerebro agua, o algo parecido.
Al decir esto, ella sola rompió a
reír, hasta que nos contagió a todos. Nos contagió, es cierto,
pero parece que la pregunta de aquel gordo que pocas veces tomábamos
en serio nos entró de una forma rara en ese cerebro que aún, según
la ciencia de nuestra amiga, por nuestra edad, teníamos sólido. Nos
hizo sentir incómodos, y, por primera vez, el simple hecho de dejar
de pensar en ello no nos calmaba.
- No tiene por qué ocurrir.
Dijo “su chico”,
como ella lo llamaba.
Increíble. Tienes un amigo desde
preescolar, le aguantas todas las tonterías del mundo, te comes todo
lo peor que tiene, y llega una niña y de pronto ya no es tu amigo,
ni siquiera tiene nombre… ya es “su chico” para todo y para
todos. Él, “su chico”, siempre tenía razón, no sólo para
ella, para todos. Era el más calmado del grupo, el más racional,
supongo yo, o el menos loco.
Lástima que acabara como acabó.
Solo, como siempre estuvo. Como estamos
todos, y como, al fin y al cabo, tuvimos la suerte de evitar estar
durante aquellos años. Su simple voz nos daba tranquilidad, y sus
decisiones casi siempre, más por lógica que por autoridad, acababan
siendo las adoptadas.
- Ya, pero ¿Y si ocurre?
- Ya la has oído, no ocurrirá. No debemos preocuparnos por eso, y además, en el hipotético caso de que….
- No ocurrirá. -Dije yo..
Todos me miraron sorprendidos. No había
dejado de juguetear con la rama en toda la conversación, y parecía
totalmente ausente de ella. Sin embargo mi voz salió autoritaria,
dura, tema zanjado, callaos ya.
Los miré a los ojos y repetí.
- No ocurrirá.
No volvimos a hablar del tema. Supongo
que en ese momento se nos quedó grabado a todos, y nunca más se
escuchó alguna duda más al respecto.
Recuerdo numerosas cosas de aquella
época, pero hubo una noche, una noche que vive en mi mente. El olor
a algo que nunca había olido antes en ese parque, y el gesto de mi
amigo, ausente, perdido, esperando que nos quedáramos a solas…
sabía que hablaríamos del tema.
- ¿Sabes?
Era una noche extraña, y acababa de
morir su madre. Su novia y nuestro otro amigo se habían ido a
dormir, y él y yo fingimos hacer lo mismo para volver a este maldito
parque del que jamás salíamos, con unas latas de cervezas baratas.
- No la cambiaría por nada del mundo… excepto por vosotros.
De verdad, sé que
a veces no me tomáis en serio y eso, pero créeme, no sé demasiado
bien si estoy enamorado o no porque ni yo soy mucho de esas cosas, ni
me lo acabo de creer del todo, pero siento algo por ella. Pensarás
que estoy loco, pero ayer se lo dije a mi madre, y me sonrió… yo
creo que me entendió. Pero bueno, lo que te iba diciendo, que me
pongo a pensar que cambiaría por ella… y sé que jamás podría
compararla con mis amigos.
Le sonreí, algo incómodo por este
tipo de conversaciones con él, pero enormemente agradecido por sus
palabras… ni siquiera importa que no fueran verdad.
Abrió una lata de cerveza, otra más,
y miró al cielo.
- Oye, ¿Tú piensas que de verdad la gente va al cielo? Yo creo que es una chorrada, pero no sé, me alivia mirar y pensar que a partir de hoy mi madre estará ahí….
De repente, me
miró, con las lágrimas saltadas.
- Qué idiotez, ¿Verdad?
Le miré a los
ojos, y pasados unos segundos, negué con la cabeza.
- No es una idiotez, yo lo pienso así.
Mentí, al menos, por aquel entonces.
Para nada creía que alguien pudiera vivir en el cielo, pero en ese
momento, mi amigo necesitaba esa mentira para ser feliz.
Irónicamente, hoy sigo mirando ese
cielo, y me pregunto si será cierto, si habrá alguien ahí, a pesar
de todo.
La noche pasó, y no volvimos a hablar
en toda ella. Respetamos su silencio.
Al día siguiente ya nadie hablaba de
la repentina muerte de la madre de mi amigo, el pueblo era así. Todo
lo que ocurría, fuera lo que fuera, se quedaba en las retinas de las
viejas calles silenciosas, y nadie volvía a hablar de nada. Quizá
queréis saber más de cómo ocurrió, pero os prometo que lo más
importante de aquella noche, aunque parezca increíble, fue aquella
conversación.
Mi amigo era otra vez el de siempre,
pero cada vez que lo miraba a los ojos, cada vez que nuestras miradas
se encontraban, veía ese agradecimiento por la noche anterior; lo
seguí viendo siempre, incluida la última vez que lo miré, en aquel
centro.
Ni siquiera recordaba quien era él,
pero jamás se le olvidó quien era yo.
Estábamos en nuestro rincón apartado,
nuestro pequeño paraíso, los cuatro tumbados, con los ojos
cerrados. El sol bajaba a medida que el viento se levantaba, pero muy
suavemente, desperezándose de forma lenta, casi intentando unirse
tímidamente a nuestro grupo.
- Quedan pocos días para que finalice la primavera.
Dijo mi amigo levantándose tan
bruscamente que golpeó con el codo la cabeza del gordo. Éste
protestó hablando consigo mismo, frotándosela repetidamente.
- Ya lo sabemos. -Le contestó, aún enfadado.-
- ¿Y? -Preguntó ella.-
Sabía que si
había dicho eso era por algo.
- Vamos, no me digáis que no sabéis la historia del barco hundido.
- Por favor… no me digas que crees en eso.
Él la miró a los ojos como respuesta.
La historia del barco hundido era una
leyenda que corría por nuestras calles, todo el mundo sabía de qué
se trataba. Se suponía que años atrás un barco mercantil se había
hundido en el mar justo por nuestro pueblo. Los vecinos se tiraron
sin pensárselo dos veces desde el único sitio posible, desde el
pico saliente de la montaña más alta, dando el inevitable rodeo a
toda la ladera, y habían salvado a todos sus tripulantes nadando con
ellos hasta tierra firme. Se decía que el que hiciera el mismo
ritual que nuestros antiguos vecinos, el que fuera capaz de andar lo
que ellos anduvieron y llegar hasta el barco, podría pedir un deseo,
el que él quisiera, por muy imposible que pareciese, y éste se
cumpliría. A mí la verdad la historia siempre me chocó. Dudaba
demasiado de que tan sólo un habitante de nuestro pueblo tuviera
valor para tirarse desde allí arriba arriesgando su vida por unos
desconocidos. Lo curioso es que la historia se había producido la
última semana de la primavera, y para cumplirse el deseo debía
hacerse en esos últimos siete días, o sea, que podías ser un
atleta profesional, correrte la ladera como si fuera una autopista, y
hacer el salto del ángel para caer limpiamente en las sucias aguas,
que como te pasaras un día no había deseo que valiese.
- Es cierto, mi padre lo dice. -Habló el gordo.-
- Su padre lo dice.
Dijo mi amigo,
como si la palabra del padre del gordo, un alcohólico separado,
fuera sagrada.
- ¿Y qué pretendes? –Pregunté-
Me miró, y yo
asentí.
- Por mí vale.
- ¿Estáis locos? ¿Os creéis que eso es entrar y salir? Aunque pasáramos la ladera, cosa que nos llevaría horas, tendríamos que saltar desde veinte metros al fondo del agua, y por si fuera poco, una vez allí hundirnos y hundirnos hasta dar con el barco, y luego salir. –Protestó ella-
- Eso haremos.
Exclamó mi amigo, soñador, como si
todos los peligros que su chica había numerado solo le hubieran
aumentado las ganas.
- No sé chicos….
- Mañana aquí, es nuestra oportunidad. Estamos a dieciocho, y pasado mañana es lunes; la primavera acabará antes de que vuelva el fin de semana, y solo tenemos esta ocasión.
Asentí, sabiendo
que en veinticuatro horas aproximadamente me arrepentiría mucho de
esa respuesta, concretamente cuando tuviera a mis pies veinte metros
de vacío y al fondo una bañera, o eso me parecería en aquel
momento.
- Yo también.
Dijo el gordo
apresuradamente, supongo que por no ser por una vez el último en
aceptar un desafío.
Todos la miramos,
y ella nos miró a todos.
- Dejadme esta noche para pensarlo.
Asentimos, pero sabíamos que no había
nada que pensar. Ella vendría.
Esa noche llegué el primero, diez
minutos antes, y no paraba de mirar mi reloj, ese súper reloj que
mis padres me habían comprado después de que lo pidiera
incansablemente. Cuando el segundero llegó a menos diez, tres
sombras aparecieron por el fondo. Estábamos todos, estaba oscuro, y
nos disponíamos a subir una ladera que nos llevaría toda la noche.
Cada vez que pienso en mi amigo,
recuerdo que en ese momento jamás pensé que iba a estar tan cerca
de no volver a salir de allí.
- Es ahí. -Dijo el gordo-.
No quería sonreír. En verdad,
conociéndole, calculo que estaría a punto de mearse de miedo. No
quería sonreír, pero lo hizo.
Los cuatro nos miramos, y nos paramos
justo un paso antes del precipicio. Veinte metros, veinte. Ya sé que
algunos pensarán que al fin y al cabo no es tanto, que hay
acantilados e incluso puentes muchísimo más altos. Podría dármelas
de listo y aumentar la altura, pero no deseo hacerlo. Eran veinte, y
quién crea que es poco, que se encuentre en la situación en la que
estábamos nosotros.
Le pegué un puntapié a una piedra
para verla caer. Primero se quedó enredada en unas malezas, y
después cayó sin oposición, golpeándose una y otra vez con los
salientes. En ese momento se me congeló el cuerpo, un sudor frío me
invadió la espalda, ni siquiera pude moverme, y pensé que no lo
haría, que si me tiraba por ahí jamás recibiría el frescor de la
zambullida, el agua susurrándome al oído que seguía vivo.
- Quién va primero. -Dijo ella-.
No fue una pregunta, fue un desafío.
Entonces, para asombro de todos,
nuestro gordo amigo se tiró sin avisar, sin pensarlo. Los tres nos
miramos totalmente perplejos, asombrados, tanto, que por un instante
se me olvidó todo.
Ella fue la siguiente, y mi amigo la
siguió.
Cerré los ojos, y simplemente, salté.
El aire me cortaba la cara, aire puro y gélido que me arrancaba
lágrimas. Quise gritar, pero el leve intento de despegar los labios
me hizo dar una bocanada de aire tan violenta que creí que me
ahogaría en ese mismo momento. Los oídos me zumbaban
estrepitosamente, me sentía mareado, y al mismo tiempo pensaba en mi
reloj, en qué pasaría si se me había perdido en el trayecto.
- ¡Estoy vivo! –Oí-
El gordo estaba vivo, pero, ¿Lo estaba
yo? No sentía nada, ni siquiera recordaba cuando me había
zambullido, si es que lo había hecho y no tenía la mitad de la
cabeza pegada a una roca.
De pronto vi a la chica haciéndome
señales de que la siguiera, los otros dos iban delante. Buceamos,
buceamos hasta lo más hondo que pudimos… y allí estaba,
esperándonos. Los cuatro expectantes, aguantando la respiración
como nunca en nuestras vidas lo habíamos hecho, mirando perplejos un
gran barco, nada lujoso, pero muy grande, hundido en las más bajas
profundidades de un pueblecito al sur. Cada uno pidió su deseo, eso
supongo, y salimos a la superficie, ahogados.
- ¡Era verdad! ¡El barco estaba ahí!
Dijo el gordo, con
todo el pelo pegado a la frente.
- El barco,
sólo eso.
Advirtió ella,
aunque en su sonrisa dejaba ver que también estaba ilusionada.
En ese momento, a pesar de que como he
dicho siempre despertó en mí deseos, vi que era una niña, sólo
una niña… exactamente igual que nosotros.
De repente los miré, todos nos
miramos.
Sin decir una palabra, y con los
pulmones amenazándome de que ni se me ocurriera hacerlo, cogí aire
y me sumergí.
Mi amigo, mi amigo no había salido.
Fui hasta el barco, pensando que fácil
sería intentar respirar, desesperarme, morir. Mientras esto cruzaba
por mi mente lo vi. Tenía el morado como sustituto del rosa de su
piel, y me sonrió, alzándome el dedo pulgar. Jamás olvidaré aquel
instante. No se había perdido, ni había enganchado su camisa a
ningún obstáculo impidiéndole volver a la superficie…
simplemente, no quería salir.
Lo cogí, y lo llevé hacia arriba. No
puso oposición.
- Un maldito clavo del barco.
Les contaba a los otros dos.
- Intenté escapar, cuando me di cuenta de que estaba atrapado. Os llamé, pero eso sólo hizo que tragara agua a borbotones, y al ver como os alejábais… creí que no lo contaba.
Yo lo miraba, incrédulo, sorprendido.
Cuatro ojos se fijaban en él como si fuera un héroe, orgullosos,
mientras que otro par lo radiografiaba sin comprensión.
- Y al llegar tú, pudísteis entre los dos quitar el maldito clavo ¿No?
Dijo la chica,
pasándose el pelo húmedo por detrás de la oreja.
- Eso hizo. -Contestó mi amigo entre risas, sentándose junto a mí y dándome una palmada en la espalda.-
Lo miré lentamente, preguntándole con
esa mirada qué diablos estaba haciendo, qué diablos había hecho
cinco minutos antes.
Sin embargo, sólo pude verle una
sonrisa.
- Eso hizo. –Repitió-
No hay mucho más que contar. Llegamos
el domingo por la noche, con todo el pueblo alborotado. Mis padres
habían proclamado a los cuatro vientos mi ausencia, y los padres de
mis amigos los siguieron. Estaban tan convencidos de que un loco nos
había raptado a los cuatro que incluso ya habían llamado a algún
medio. Eso eran los mayores. Unos locos que jugaban a ser maduros,
con el cerebro líquido, que por la ausencia de algo más de
veinticuatro horas de sus hijos ya querían linchar a un tipo que ni
siquiera existía.
Después de un rato de besos y abrazos,
de pañuelos con saliva para quitarnos la suciedad de la cara, y de
alguna colleja que otra, nos fuimos los cuatro a nuestro escondite,
nuestro paraíso.
- ¿Os habéis preguntado qué pasará si algún día no nos vemos?
Preguntó el
gordo.
- ¿Estás loco? Eso nunca nos pasará. Eso sólo les pasa a los imbéciles, a esos que mucho hablar mucho hablar y luego a las primeras de cambio se pierden, se olvidan de los de siempre, se les hace el cerebro agua, o algo parecido.
Contestó ella.
Rió, y reímos. Pero teníamos esa pregunta en nuestra mente.
- No tiene por qué ocurrir.
- Ya, pero, ¿Y si ocurre?
- Ya la has oído, no ocurrirá. No debemos preocuparnos por eso, y además, en el hipotético caso de que….
- No ocurrirá.
Dije, y todos me
miraron, creyendo que ni siquiera estaba escuchando.
Los miré a los ojos y repetí.
- No ocurrirá.
Hubo un rato de silencio, silencio que
empleamos en volver mentalmente a la hazaña que habíamos realizado,
para pensar que habíamos saltado un precipicio y sobrevivido, para
muchas cosas, pero yo sólo podía pensar en mi amigo, en por qué lo
había hecho.
- Bueno, me voy. –Dijo ella- Y si mis padres no me matan… mañana nos vemos.
Le dimos las buenas noches, y la
miramos correr, los tres enamorados de ella, de la primera chica de
nuestras vidas. La observamos hasta que no quedó absolutamente nada
de su silueta en la oscuridad.
- Yo también me voy.
Dijo el gordo,
levantándose y sacudiéndose el polvo del trasero.
- Si corres aún puedes acompañarla a casa.
Éste fue mi amigo. Lo dijo de broma,
sonriendo, sin el menor enfado.
- ¿Qué? -Respondió, ofendido y ruborizado.- ¿Crees… crees que me voy por ella? ¡Vamos! Tengo que irme, mañana hay clase y….
- Vete ya. -Dije sonriendo-.
Me miró, sin saber de qué parte
estaba.
- Bah, iros a la mierda. Los dos.
Nos quedamos solos, él y yo. Sabía
que se lo iba a preguntar, lo sabíamos los dos, pero no sabía cómo
empezar.
- No sé por qué lo hice. -Dijo de repente, ahorrándome un tremendo esfuerzo.- No le demos más importancia.
- ¿Cómo?
- Tú me salvaste. No se puede considerar que fue un intento de nada si sabes que hay alguien a tu lado, que es totalmente imposible que pueda pasarte nada. Yo lo sabía, sabía que tú vendrías en mi ayuda.
Se levantó, y volvió a hablar.
- Sólo necesitaba saber que tenía a alguien.
Sin decir una palabra más, comenzó a
alejarse, dejándome aún más confuso que antes, deseando hacerle un
millón de preguntas, y sin poder realizar tan siquiera una. Se
levantó, simplemente, y comenzó a andar.
- ¿Y si no hubiera llegado? ¿Hubieras salido por ti mismo?
Su silueta se detuvo, petrificada en el
acto. Se paró tantos segundos que creí que no me había oído.
- Llegaste. -Dijo sin volverse-
Dicho esto, se fue.
Eso éramos. Chicos con el cerebro
sólido, sin pensar en nosotros mismos, dispuestos a lo que fuera por
un amigo de verdad. Al crecer se les vuelve el cerebro agua, había
dicho ella.
A mis cuarenta y cinco años las
neuronas hacen bastante tiempo que nadan, demasiado. Por eso
necesitaba contarlo, saber que aún no estoy perdido, no mientras
recuerde aquellos años y las lágrimas se me salten.
Soy adulto, y fracasé en mi intento de
no serlo, como hicieron ellos. Nos convertimos en eso, justo lo que
no quisimos, justo lo que temíamos.
El gordo se mudó, jurándonos, ya con
dieciocho años y llorando como un bebé, que vendría todos los
fines de semana. Al tercer mes tuvo una gripe que le impidió pasarse
por el pueblo, al cuarto un examen terrible le privó de venir. Al
año ni siquiera se molestaba en darnos explicaciones, simplemente,
el teléfono dejó de sonar.
Mi amigo y su chica se fueron a vivir
juntos. Yo encontré novia, una chica que hoy en día es mi mujer, y
nunca se llevó demasiado bien con mi amiga. Múltiples peleas,
desencuentros. Cuando ambas partes formalizamos nuestros compromisos,
la distancia hizo el resto.
El día de mi boda los invité, mandé
la cita a la última dirección que sabía de ellos, rezando porque
aún siguieran allí. Todavía recuerdo cómo tuve esperanzas hasta
el final de la ceremonia de que los dos únicos asientos libres de la
sala se llenaran en algún momento. No lo hicieron.
Al salir de la iglesia, entre todo el
barullo, entre todos los clamores, vi a un hombre de unos treinta y
algo años, terriblemente maltratado por la vida, con demasiadas
arrugas para su edad, y con la tristeza en sus ojos. Ese hombre me
sonrió en la lejanía, agradeciéndome aún que le hubiera salvado
la vida.
La última vez que lo vi fue hace unos
siete meses. No sé cómo me llegó una nota diciéndome que estaba
en un centro psiquiátrico, quizás me la mandara ella misma. El
médico me dijo que su mujer se había largado, se había ido, sin
más, sin explicaciones, después de una vida entera juntos,
llevándose consigo lo poco que tenían… se había vuelto loco, no
paraba de decir incoherencias sobre un barco hundido, sobre deseos no
cumplidos.
Crucé la puerta y lo miré, acompañado
del personal del centro. Me miró, y sonrió. Fue una sonrisa
sincera, quizás la única alegría que por esas fechas ya esperaba.
Al día siguiente lo encontraron muerto
en su habitación. Dicen que murió por un ataque al corazón, pero
yo sé que murió ahogado, atrapado en un barco hundido del que nunca
llegué a salvarle.
Miles de momentos de los que me obligo
día tras día a no escapar. De alguna manera, debo mantener vivo ese
recuerdo. Creo que ninguno de los otros dos que quedan lo tiene ya,
que se les perdió hace mucho tiempo. Yo lo perdí a medias, y de un
tiempo a esta parte me he jurado que no se me olvide jamás. El otro
restante que también lo perdió a medias está muerto.
Esta es mi historia, este es mi
secreto. Necesitaba contarlo, hablar de ellos, de las tres personas
más importantes que han pasado por mi vida, las únicas en las que
he confiado. Explicar que con catorce años tuvimos más valentía,
más honor y más amistad de lo que puedo llegar a entender hoy en
día.
El cerebro se les hace agua cuando
crecen, dijo ella.
Debe ser eso.
Pienso en ellos, y a pesar de todo, no
puedo evitar un sentimiento de felicidad, de paz.
Pienso en ellos, oigo sus risas, y de
nuevo me siento en aquel escondite nuestro, con el gordo tendido
mirando al sol, la cabeza de ella apoyada en el vientre de mi amigo,
y con ese olor tan dulce que se respira cuando se tiene el cerebro
sólido.
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