lunes, 19 de marzo de 2012

Cosas de Niños

"Ahora que tengo los medios, me faltan las ganas.  
Ahora que somos vecinos, bajando las persianas"   Pablo Moro.




Existe un lugar donde las palabras no tienen sentido, donde las luces se apagan cuando estamos en casa, donde se hacen nudos en la garganta de tanto tragar. Un lugar donde vivimos continuamente, aunque quizás sea demasiado generoso con eso de vivir.
Un lugar donde cada día amanece con plásticos de pastillas tirados por el suelo de la cocina, donde los diarios siempre ponen las mismas noticias en la parte de las crónicas.
Un lugar donde no existen los niños.
Ya no somos niños.
Ya no hay lugar para sueños, para esas tardes en tu desván, en las que yo te escribía cursis cartas de amor, empezando la adolescencia, y tus ojos se fijaban en cada una de las líneas, con una sonrisa preciosa en tus labios. Yo te miraba, y pensaba que ya no eras una niña, que tu belleza cada vez se me alejaba más. Pero sí, sí que lo eras.
Sí que lo éramos.
Te pasabas el pelo por detrás de la oreja, y tus pupilas brillaban, tal vez rebosantes de sueños, de visualizar ese futuro perfecto, en nuestra casa, tú como una gran cantante, tal vez modelo, quizás las dos cosas, y yo como un afamado escritor.
Hace diez minutos miré por la ventana, buscando si había luz en la tuya. Tu persiana estaba bajada, como siempre.
Entonces, como iba diciendo, tú cantabas algo, cualquier canción de esas que te gustaban, y que, aunque no las entendía demasiado, me encantaba oír. Tu voz era celestial.
Éramos niños. Niños soñando cosas de niños.
Ahora el edificio está lleno de poesías rotas, de diarios guardados debajo de la cama, con hojas arrancadas, junto a jeringuillas y gomas elásticas.
Ahora nos saludamos con un simple movimiento de cabeza cuando nos encontramos al bajar la basura, y mentimos como auténticos hijos de puta.
Somos adultos.
Ahora tú lloras sentada en el suelo, apoyando la espalda sobre los pies de la cama, agobiada con la vida e intentando recordar dónde se quedó esa niña, dónde se quedó esa voz. Dónde están los escenarios, las pasarelas, el público, la fama. Dónde se quedó ese escritor llamado a escribir best-sellers, a pesar de que por más que mire a mi alrededor sólo vea bolas de papel alrededor de la papelera y tinta derramada, aunque tal vez sean lágrimas; siempre las confundí, nunca supe demasiado bien qué era lo que usaba para escribir. Quizás fuera una combinación de ambas.
Somos adultos.
Adultos con sus mil euros más a fin de mes en la cartilla, fingiendo que ya no nos acordamos de nada de aquello. Que era un camino difícil e iluso, por no decir imposible, que qué cojones estábamos pensando.
Qué tontos éramos de niños, podríamos decir, incluso, cualquier noche que acabáramos tomando una copa en el cutre bar de la esquina, después de encontrarnos por casualidad en el portal, tú fingiendo que te va de puta madre con el tío ese, escondiendo lágrimas y heridas, y yo echándote algún cuento sobre la cita que me esperaba, pero que la cancelo y me quedo contigo. No por amor, ni porque cada día me vuelva a cagar en la puta vida recordando aquel desván, aquellas cartas cursis, aquella voz celestial; simplemente por hacerte un favor, a ver qué te piensas.
Que ya no somos niños.
Así que ahí estaríamos, mirándonos a los ojos por primera vez en no sé cuanto tiempo, con el bar solitario, cualquier noche entre semana, mientras el camarero nos miraría con mala cara deseando irse a su casa, limpiando los últimos vasos de la noche. Hablaríamos de cosas intrascendentes, de mentiras. Quizás con un poco de suerte aún me quedaran ideas para coger una servilleta de papel y escribirte cuatro palabras, y, si fuera mi noche, tal vez incluso te pasaras el pelo por detrás de la oreja mientras lo lees.
Quizás sí, quizás ocurra eso algún día.
Pero ahora no, ahora estamos demasiado ocupados, tú asegurándote de que la puerta del armario donde encerraste hace tantos años todas las ilusiones no se abra, no vaya a ser que ceda un día que pases por su lado, y se te vuelquen encima de ti todos ellos, cubriéndote por completo, asfixiándote, y mandando a la mierda toda la absurda barrera mental que te esfuerzas por mantener cada día diciéndote que nada de eso importa ya... y yo, bueno, también tengo lo mío; también enciendo la tele cuando me viene algo parecido a inspiración, también miro debajo de la cama antes de dormir, no vaya a ser que se esconda algún protagonista de esos relatos que escribía, dispuesto a ahogarme con la almohada cuando me duerma, por cobarde, por haberle dejado consumirse, cuando estaba llamado a que todo el mundo conociera su historia, una noche, en una sala de Madrid, mientras recogía cualquier premio, junto con un cheque gigante, y tú aplaudías desde la primera fila, radiante y sonriente, recordando cómo y dónde nacieron esas líneas: en un antiguo desván, donde aún seguirán guardados todos nuestros sueños, donde dos niños aún continúan allí, cogidos de la mano, negándose a ser lo que somos, avergonzados cada día más viendo en lo que se han llegado a convertir.
Sueños que fingimos que hace mucho tiempo que ni recordamos, que eran simplemente cosas de niños. Lo mejor era esto, hombre. Cabeza, sensatez, un buen trabajo, y ser felices, como todos.
Ser felices, como todos.

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