Ahora, cuando aún no hay casi nadie en la calle en esta mañana de domingo, cuando todavía sobrevuelan las risas y los excesos de la noche anterior, cuando ni siquiera se han apagado todas las farolas de la ciudad, mezclando su luz anaranjada con la triste y escasa luz diurna, dejando en las calles esa estampa tan gélida.
Ahora, que algunos buscan a tientas el despertador, para desactivarlo de una vez antes de que ese condenado ruido les explote la cabeza, o para estallarlo contra la pared, según les dé el día, o les haya ido la noche.
Ahora, cuando aún hay gente que vuelve a casa, rimmel corrido y ojos cansados, donde hace unas horas había una mirada profunda, camisas sacadas por fuera y bajos de los pantalones manchados donde al comienzo de la noche había una apariencia ideal.
Ahora es cuando tú no haces ninguna de esas cosas, porque tus ojos se mantienen abiertos desde hace ya rato, mirando desde tu cama deshecha ese mismo paisaje desolador por la ventana de tu habitación.
No sé ni qué coño hago levantado a esta hora, con lo que me gusta a mí dormir. No sé por qué tengo un cigarro en la mano, ni por qué no me sorprende. Es lo que me faltaba, echarme a estas alturas a fumar. Supongo que a todo el mundo le pasa, que llega un día en que ya ningún cambio a peor te asusta de veras. Tal vez eso sea lo verdaderamente aterrador. Que miras, lo adviertes por un instante, y al segundo lo aceptas, te resignas. Qué fue de aquellos tiempos en los que soñábamos con cambiar el mundo hasta ponerlo a nuestro gusto, cuando no nos rendíamos a las primeras de cambio, cuando creíamos.
Le doy un par de toquecitos al cigarro contra el filo de la ventana, haciendo que la ceniza caiga, deshaciéndose al instante.
Ambos contemplamos la misma calle solitaria y triste, lo sé.
No somos los únicos, tranquila.
A esta hora nadie tiene ganas ni fuerzas para disimular, a nadie le apetece maquillarse las penas, nadie tiene puesta su fabulosa sonrisa de sábado noche. Estos son los momentos en que, dentro de unas horas, cuando todo vuelve a arrancar, mentimos entre risas diciendo que estábamos aún en el sexto sueño, que nos levantamos a beber debido a la resaca y volvimos como zombies a la cama. Tal vez lo de zombies sí que sea verdad. Pero no, no es por la resaca, a pesar de que esta exista y nos haga volar la cabeza. Nadie dirá que se ahoga, que llora, nadie hablará de esa sensación de vacío.
Ahora, cuando aún pasan por tu mente recuerdos de anoche que quieres borrar, como cada domingo a estas alturas. Quizás haya uno distinto a lo de siempre, diferente a lo normal, un par de palabras, una conversación sin importancia que hizo que algo importante te ocurriera. Una simple esperanza por el camino, la alarmante y angustiosa sensación de que hay una vida más allá de lo que tú quieres ver, que, cuando tengas valor para quitarte los tapaojos que llevas usando desde hace años, veas que periféricamente la vida es distinta. Seguramente ni siquiera más bonita, pero sí diferente. Que hay más ojos de los únicos que tú decidiste mirar. Que, si se corre lo suficiente, uno puede hasta alejarse de aquello que cree que le protege, y no hace más que ahogarle. Ahora, a ver quién tiene cojones de empezar la carrera.
Ahora, que todas estas cosas pasan por tu mente, y, en vez de producirte ilusión, un anhelo de esperanza, siquiera, lo único que te ocurre es que algo te presiona el pecho, aguantándote -a esto sí que estás acostumbrada- unas aterradoras ganas de llorar. Porque todo se ha salido del guión, porque, cual Show de Truman, has visto que, cuando tienes valor para lanzarte al mar, y no rendirte a seguir avanzando por mucho que alguien intente asustarte con fieras tormentas, detrás de todo eso hay una puerta, una puerta que entre todos, tú incluida, se han encargado de hacerte pensar que no existía, y ayer, que te encontraste frente a ella, todo se vino abajo.
Tranquila, yo no voy a estas alturas de salvador por la vida, si ni siquiera le doy un aprobado justo a la mía. Si de pronto un día te vuelvo a ver no hablaré de esa puerta, es más, fingiré qué bueno es encontrarme contigo en mitad de la noche, de nuestra espectacular noche de nuestras espectaculares vidas. Qué feliz se te ve, qué guapa estás, todas esas cosas que ya hacemos automáticamente, ya sabes.
Pero ahora, en este preciso instante, en el que el mundo empieza a desperezarse, yo fumo, sin saber por qué, y tú lloras, sin querer saber por qué, es cuando pienso que, a pesar de que pueda parecer lo contrario, es de los pocos momentos en los que estamos vivos, porque nos duele, porque sabemos que nuestra vida no es ni por asomo eso que queremos hacer creer.
Luego ya sí, luego nos maquillamos, sonreímos al espejo, y ya somos felices.
El Show de Truman.
jftorres
"¿Y sobre qué escribes?" Tantos años oyendo esa misma pregunta, y nunca sé qué contestar. A los que ya me conocen, saben desde cuando, de qué y cómo escribo. A los que no... pasad y leed, es la única manera de explicarlo. Si sentís que no estáis invitados, que miráis por el hueco de una cerradura, felicidades, estáis dentro. Habrá heridas y cicatrices que tal vez os salten... no os preocupéis, es que estáis vivos.
miércoles, 3 de abril de 2013
martes, 19 de marzo de 2013
TrazosHechosTrizas
Será
que hace demasiado tiempo que no te llamo para darte las buenas
noches, y ni yo me he acordado, ni tú lo has echado de menos.
Será
que tú un día te empezaste a ir y yo no acabé de pararte, que
cuando vamos al cine ya hasta nos enteramos de qué va la peli, que
ya nadie nos dice desde la fila de atrás que por favor nos callemos.
Será
que estamos cansados y no sabemos bien de qué, que ya no nos
buscamos la mano por miedo a que nos descubran, que el castillo de
naipes se está cayendo, porque, aunque no quisiéramos reconocerlo,
un castillo de naipes no es más que algo construido con cartas... y
esos no son cimientos para aguantar nada.
Será
que ni tú estabas tan convencida ni yo estaba dispuesto a seguirte
al fin del mundo, que ni yo acabé siendo el único para ti ni tú me
hiciste pensar que no había nadie más que tú.
Será que no era tan real como pensamos, que fuimos la droga del otro durante un tiempo y ya está, y lo que pasa con las drogas es que mientras estás con su efecto todo es perfecto, pero luego cuando se va todo lo que queda es malo, y hasta te acaba matando… y nosotros somos demasiado egoístas para morir por una persona que hemos conocido hace más bien poco.
Que tampoco la palabra eterno es tan importante, que no por decirlo mucho se hace más factible, y que en vez de reconocer que hemos sido incapaces de cumplir las promesas que nos dijimos, pues haremos la vista gorda y, de paso que nos perdonamos a nosotros mismos, que para eso sí que somos muy condescendientes, le hacemos un favor al otro.
Será que cuando nos besamos ya no encontramos eso de aquellas malditas noches, aunque lo busquemos… o a lo mejor es que ni siquiera lo intentamos.
Será que el invierno es frío y no apetece salir tanto, que el verano es para disfrutar y no atarse a nadie, que el otoño está lleno de quehaceres y que la primavera ya ni siquiera existe.
Incómodos sólo con mirarnos, deseando que el otro diga algo pero que acabe con este puto silencio, tú odiándome por mirarte tan profundamente, como antes te encantaba y ahora detestas, y yo odiándote porque ni escuchas ni escuchaste, y a lo mejor ni siquiera en aquellas ocasiones de las que antes hablaba lo hacías, sólo que nos atontábamos tanto que los dos pensábamos que el otro era perfecto… como si hubiera alguien que pudiéramos llegar a calificar como perfecto, sin ponerle pegas.
Será que no era tan real como pensamos, que fuimos la droga del otro durante un tiempo y ya está, y lo que pasa con las drogas es que mientras estás con su efecto todo es perfecto, pero luego cuando se va todo lo que queda es malo, y hasta te acaba matando… y nosotros somos demasiado egoístas para morir por una persona que hemos conocido hace más bien poco.
Que tampoco la palabra eterno es tan importante, que no por decirlo mucho se hace más factible, y que en vez de reconocer que hemos sido incapaces de cumplir las promesas que nos dijimos, pues haremos la vista gorda y, de paso que nos perdonamos a nosotros mismos, que para eso sí que somos muy condescendientes, le hacemos un favor al otro.
Será que cuando nos besamos ya no encontramos eso de aquellas malditas noches, aunque lo busquemos… o a lo mejor es que ni siquiera lo intentamos.
Será que el invierno es frío y no apetece salir tanto, que el verano es para disfrutar y no atarse a nadie, que el otoño está lleno de quehaceres y que la primavera ya ni siquiera existe.
Incómodos sólo con mirarnos, deseando que el otro diga algo pero que acabe con este puto silencio, tú odiándome por mirarte tan profundamente, como antes te encantaba y ahora detestas, y yo odiándote porque ni escuchas ni escuchaste, y a lo mejor ni siquiera en aquellas ocasiones de las que antes hablaba lo hacías, sólo que nos atontábamos tanto que los dos pensábamos que el otro era perfecto… como si hubiera alguien que pudiéramos llegar a calificar como perfecto, sin ponerle pegas.
jueves, 20 de diciembre de 2012
Vivir.
Volver a respirar su olor cada día al despertar.
Ver un partido de fútbol con los amigos.
Mirar el reloj, sin tener ninguna prisa.
Hola a todos.
Perdonadme si mi saludo no es la manera más idónea de llamaros la atención, pero el caso es que, aunque siempre me interesó la literatura, e incluso intenté hacer mis pinitos en ese mundo, lo cierto es que nunca tuve madera para ello.
Irónicamente, puede que este escrito sea más valioso que muchos de los libros más famosos de la actualidad.
"Hola a todos" es una manera demasiado corriente de empezar un texto que pretendo sirva de ayuda a todo aquel que lo lea un día, pero, a decir verdad, es que yo soy un tipo corriente. Un tipo corriente de cuarenta y tres años, una esposa maravillosa, y unos grandes amigos. Aunque en eso no caí verdaderamente hasta hace poco.
Uno nunca cae en esas cosas si las tiene tan cerca, tan a diario, que no puede llegar a pararse a pensarlo. En las cosas verdaderamente importantes.
No en ese trabajo que me consumía diez horas al día y mi única preocupación era mantenerlo costara lo que costase, no en amargarme pensando por qué a fulanito le habían ascendido en lugar de a mí si yo llego antes y me voy después, no en ir tan ciego por la vida que ni siquiera se es capaz de saber quién está pasando por tu lado, qué mano te está pidiendo ayuda mientras tú miras para otro lado.
No llegar el final del día y pensar que llueva fuera mientras que uno esté a salvo.
Eso no es vivir.
Y, curioso, uno nunca se para a ver si está viviendo hasta que le dicen que puede dejar de hacerlo.
Pero es que yo no era más que un tipo corriente. Por eso no entendía por qué me pasaba eso a mí.
No debo excederme mucho, ya que me han dicho que no es muy recomendable que gaste mis energías ni tan siquiera haciendo esto, así que intentaré ir con el mayor ritmo posible, porque de momento no lo estoy consiguiendo.
Tengo cáncer. Me lo diagnosticaron hace unos dos meses.
Al principio no lo quieres asumir, y entras en una fase de negación que hace que todo sea aún peor.
Yo estuve hasta hace nada en ella, y tenía mis razones.
El porcentaje de éxito no era muy alto, y, si el final fuese irremediable, no quería pasarme los últimos días de mi vida entre unas paredes de hospital, oliendo a suero y medicinas, viendo cómo el pelo se me empezaría a caer poco a poco, sin tan siquiera reconocerme al mirarme al espejo debido a los efectos secundarios de la quimio.
No quería que los míos se pasaran el día llorando y viniendo a verme a este deprimente lugar, que el recuerdo de aquel que fui se les fuera desvaneciendo, entrando en sus vidas ese nuevo, adentrándose tan profundamente en su cerebro, que, en el futuro, cada vez que hablaran de mí me recordaran así.
Me negaba. Al fin y al cabo estaba en mi derecho, era mi vida, mi enfermedad, una decisión que me concernía sólo a mí. Sólo yo tenía derecho a decidir sobre cómo quería pasar los últimos meses de mi vida.
Hablé con familiares, con amigos, con ella, y les dejé clara mi postura. No había posible vuelta atrás.
Tal vez tú, que me estás leyendo, estés de acuerdo con ello, tal vez no.
Tal vez hayas leído uno por uno todos los puntos que había argumentado para defender mi opción, y te hayan convencido.
Son persuasivos, lo sé. Conmigo también me pasó, yo también me los creí.
Pero eran mentira.
Porque lo único que me pasaba era que tenía miedo. Que el terror se había hecho dueño hasta del último músculo de mi cuerpo, que no tenía valor para afrontar todo lo que venía, y que la decisión más fácil era meterme debajo de la manta, culpando al mundo y todos los que habitan en él y esperar sin más.
Hoy la miro, y me pregunto cómo pude llegar a ser tan cobarde.
Porque quiero vivir. Quiero VIVIR. No preocuparme por cada minucia de la vida, no ir con prisas de un lado a otro, no agobiarme hasta el punto de cambiar mi humor por motivos de trabajo, o por falta de él.
Ya no pienso en luchar. Pienso en vencer.
Cada mañana en mi mente sólo está esa palabra, la confianza, la fe en que todo pasará. Porque quiero volver a respirar su olor a despertar, quiero discutir de nuevo con mis amigos viendo un partido de fútbol, quiero sentarme, sin mirar el reloj, sin prisa.
Se oyen unos leves golpes sobre la puerta de la habitación, y, al mirar, descubre a su mujer, apoyada en el marco, con una sonrisa.
¿Te queda mucho?
Enseguida termino.
Vale, avísame. Te quiero.
Te quiero.
¿Veis? De eso es de lo que os hablaba. De sus ojos, de su esperanza, desde que yo decidí tenerla. De su fuerza de voluntad, de su fe ciega en que todo va a salir bien.
Estaba equivocado. Era mi enfermedad, era mi vida, y era mi decisión, sí.
Pero esa decisión no me concernía sólo a mí. Nunca lo hizo.
Porque aunque uno pueda volverse el ser más egoísta del mundo –y es entendible-, hay personas a tu lado a las que en ese momento les están clavando exactamente el mismo cuchillo oxidado y retorcido que a ti, sangrando igual, sufriendo igual. Tal vez más, porque aparte tienen que soportar la frustración, la impotencia, el tener que disimular que no están aterrados. Pero lo hacen, porque son valientes.
Lo fueron desde el primer momento. Y yo debía devolvérselo.
Porque su esperanza se alimenta con la mía y viceversa, y ya no voy a volver atrás.
He aprendido a pelear, a enfrentarme a las cosas, a ser fuerte.
He aprendido que uno nunca se para a vivir hasta que le dicen que puede dejar de hacerlo.
He aprendido que, lo que hoy es importante, mañana no lo es.
No pienso en luchar. Pienso en vencer.
Ahora sé que soy más que un tipo corriente, que tengo gente alrededor que me hace ser mucho más que eso.
Apuesto a que vosotros también la tenéis.
Así que si estáis leyendo esto, y os argumentáis a vosotros mismos o a los demás cualquiera de las razones que yo daba -a primera vista coherentes hasta cierto punto- para cruzaros de brazos, ya os digo que tal vez con ellos funcione, pero a mí no me engañáis.
Tenéis miedo, simplemente. Y es normal. Ellos también lo tienen.
Yo también lo tengo. Por eso peleo.
Para volver a respirar su olor al despertar, para volver a ver un partido con mis amigos.
Para empezar a vivir.
Pero esta vez de verdad.
miércoles, 21 de noviembre de 2012
Los Chicos Del Cerebro Sólido
Llegó el momento de sacarlo a la luz. Diez años desde que lo escribí. Demasiados.
Pasados los años, veo la historia como
algo lejano, casi irreal.
Ha tenido que pasar mucho tiempo para
que pueda hablar sobre ello, y seguramente para quien lo lea no sea
más que una simple historia, como muchas otras. No les puedo culpar.
A los que piensen eso, simplemente, les diré que ellos no estuvieron
allí. No sintieron lo que yo sentí, nunca miraron a los ojos que yo
miré.
Poco más que un grupo de niños
jugando a ser mayores, una infancia repartida entre sueños y
dificultades, algo más que una simple amistad. Cientos de tardes en
aquel parque, jugando a ser alguien que nunca fuimos, sin saber que
nuestra vida real era mucho más emocionante que cualquiera de las
personas que fingíamos ser.
Muchos años desde aquello, quizás
cientos.
A pesar de los innumerables recuerdos,
se me quedó especialmente el de aquella tarde de primavera, en la
que nos dimos cuenta de que crecíamos, aunque se nos olvidara a los
cinco minutos.
- ¿Os habéis preguntado qué pasará si algún día no nos vemos?
Éste que habló fue el más bromista
del grupo, el típico gordo -para él no era absolutamente ningún
inconveniente que lo llamáramos así- con sentido del humor. Ya sé
que parece el típico prototipo, pero es que él lo era. Disculpadme
si no llamo a ninguno por su nombre, pero es un dato que prefiero no
desvelar.
Tras esa pregunta, todos nos quedamos
en silencio, más aun del que había hasta ese momento.
Yo sentado, jugueteando con una rama, y
mirándome la camiseta sucia, pensando en cuanto tiempo tardaría mi
madre en callarse los gritos cuando me la viera.
A mi izquierda la pareja inseparable.
Ella era la única chica del grupo, quizás por eso le teníamos ese
respeto todos. Sólo hablábamos de cosas de chicos cuando ella no
estaba delante, y por Dios que no era por educación, más bien por
miedo. Su cabeza reposaba en las rodillas de nuestro amigo, el
primero que se enamoró de todos nosotros. Por aquel entonces no lo
entendíamos… no sé si alguna vez conseguimos hacerlo; de todos
modos, ni siquiera sé si alguno consiguió entenderse a sí mismo
alguna vez. Se besaban delante de nosotros, supongo que para darnos
envidia, y si lo hacían por eso, la verdad es que siempre lo
consiguieron. Pero ella era una más, la primera en pringarse hasta
las rodillas cuando hacía falta, la primera en empezar una pelea...
era como un chico, pero con una cara preciosa y un cuerpo que provocó
los primeros deseos de mi vida. Él lo sabía, pero nunca nos dijo
nada; tenía claro que si ella hubiera sido la novia de alguno de
nosotros, le hubiera ocurrido igual.
- ¿Estás loco?
Dijo ella,
mirándolo despectivamente.
- Eso nunca nos pasará. Eso solo les pasa a los imbéciles, a esos que mucho hablar mucho hablar y luego a las primeras de cambio se pierden, se olvidan de los de siempre, se les hace el cerebro agua, o algo parecido.
Al decir esto, ella sola rompió a
reír, hasta que nos contagió a todos. Nos contagió, es cierto,
pero parece que la pregunta de aquel gordo que pocas veces tomábamos
en serio nos entró de una forma rara en ese cerebro que aún, según
la ciencia de nuestra amiga, por nuestra edad, teníamos sólido. Nos
hizo sentir incómodos, y, por primera vez, el simple hecho de dejar
de pensar en ello no nos calmaba.
- No tiene por qué ocurrir.
Dijo “su chico”,
como ella lo llamaba.
Increíble. Tienes un amigo desde
preescolar, le aguantas todas las tonterías del mundo, te comes todo
lo peor que tiene, y llega una niña y de pronto ya no es tu amigo,
ni siquiera tiene nombre… ya es “su chico” para todo y para
todos. Él, “su chico”, siempre tenía razón, no sólo para
ella, para todos. Era el más calmado del grupo, el más racional,
supongo yo, o el menos loco.
Lástima que acabara como acabó.
Solo, como siempre estuvo. Como estamos
todos, y como, al fin y al cabo, tuvimos la suerte de evitar estar
durante aquellos años. Su simple voz nos daba tranquilidad, y sus
decisiones casi siempre, más por lógica que por autoridad, acababan
siendo las adoptadas.
- Ya, pero ¿Y si ocurre?
- Ya la has oído, no ocurrirá. No debemos preocuparnos por eso, y además, en el hipotético caso de que….
- No ocurrirá. -Dije yo..
Todos me miraron sorprendidos. No había
dejado de juguetear con la rama en toda la conversación, y parecía
totalmente ausente de ella. Sin embargo mi voz salió autoritaria,
dura, tema zanjado, callaos ya.
Los miré a los ojos y repetí.
- No ocurrirá.
No volvimos a hablar del tema. Supongo
que en ese momento se nos quedó grabado a todos, y nunca más se
escuchó alguna duda más al respecto.
Recuerdo numerosas cosas de aquella
época, pero hubo una noche, una noche que vive en mi mente. El olor
a algo que nunca había olido antes en ese parque, y el gesto de mi
amigo, ausente, perdido, esperando que nos quedáramos a solas…
sabía que hablaríamos del tema.
- ¿Sabes?
Era una noche extraña, y acababa de
morir su madre. Su novia y nuestro otro amigo se habían ido a
dormir, y él y yo fingimos hacer lo mismo para volver a este maldito
parque del que jamás salíamos, con unas latas de cervezas baratas.
- No la cambiaría por nada del mundo… excepto por vosotros.
De verdad, sé que
a veces no me tomáis en serio y eso, pero créeme, no sé demasiado
bien si estoy enamorado o no porque ni yo soy mucho de esas cosas, ni
me lo acabo de creer del todo, pero siento algo por ella. Pensarás
que estoy loco, pero ayer se lo dije a mi madre, y me sonrió… yo
creo que me entendió. Pero bueno, lo que te iba diciendo, que me
pongo a pensar que cambiaría por ella… y sé que jamás podría
compararla con mis amigos.
Le sonreí, algo incómodo por este
tipo de conversaciones con él, pero enormemente agradecido por sus
palabras… ni siquiera importa que no fueran verdad.
Abrió una lata de cerveza, otra más,
y miró al cielo.
- Oye, ¿Tú piensas que de verdad la gente va al cielo? Yo creo que es una chorrada, pero no sé, me alivia mirar y pensar que a partir de hoy mi madre estará ahí….
De repente, me
miró, con las lágrimas saltadas.
- Qué idiotez, ¿Verdad?
Le miré a los
ojos, y pasados unos segundos, negué con la cabeza.
- No es una idiotez, yo lo pienso así.
Mentí, al menos, por aquel entonces.
Para nada creía que alguien pudiera vivir en el cielo, pero en ese
momento, mi amigo necesitaba esa mentira para ser feliz.
Irónicamente, hoy sigo mirando ese
cielo, y me pregunto si será cierto, si habrá alguien ahí, a pesar
de todo.
La noche pasó, y no volvimos a hablar
en toda ella. Respetamos su silencio.
Al día siguiente ya nadie hablaba de
la repentina muerte de la madre de mi amigo, el pueblo era así. Todo
lo que ocurría, fuera lo que fuera, se quedaba en las retinas de las
viejas calles silenciosas, y nadie volvía a hablar de nada. Quizá
queréis saber más de cómo ocurrió, pero os prometo que lo más
importante de aquella noche, aunque parezca increíble, fue aquella
conversación.
Mi amigo era otra vez el de siempre,
pero cada vez que lo miraba a los ojos, cada vez que nuestras miradas
se encontraban, veía ese agradecimiento por la noche anterior; lo
seguí viendo siempre, incluida la última vez que lo miré, en aquel
centro.
Ni siquiera recordaba quien era él,
pero jamás se le olvidó quien era yo.
Estábamos en nuestro rincón apartado,
nuestro pequeño paraíso, los cuatro tumbados, con los ojos
cerrados. El sol bajaba a medida que el viento se levantaba, pero muy
suavemente, desperezándose de forma lenta, casi intentando unirse
tímidamente a nuestro grupo.
- Quedan pocos días para que finalice la primavera.
Dijo mi amigo levantándose tan
bruscamente que golpeó con el codo la cabeza del gordo. Éste
protestó hablando consigo mismo, frotándosela repetidamente.
- Ya lo sabemos. -Le contestó, aún enfadado.-
- ¿Y? -Preguntó ella.-
Sabía que si
había dicho eso era por algo.
- Vamos, no me digáis que no sabéis la historia del barco hundido.
- Por favor… no me digas que crees en eso.
Él la miró a los ojos como respuesta.
La historia del barco hundido era una
leyenda que corría por nuestras calles, todo el mundo sabía de qué
se trataba. Se suponía que años atrás un barco mercantil se había
hundido en el mar justo por nuestro pueblo. Los vecinos se tiraron
sin pensárselo dos veces desde el único sitio posible, desde el
pico saliente de la montaña más alta, dando el inevitable rodeo a
toda la ladera, y habían salvado a todos sus tripulantes nadando con
ellos hasta tierra firme. Se decía que el que hiciera el mismo
ritual que nuestros antiguos vecinos, el que fuera capaz de andar lo
que ellos anduvieron y llegar hasta el barco, podría pedir un deseo,
el que él quisiera, por muy imposible que pareciese, y éste se
cumpliría. A mí la verdad la historia siempre me chocó. Dudaba
demasiado de que tan sólo un habitante de nuestro pueblo tuviera
valor para tirarse desde allí arriba arriesgando su vida por unos
desconocidos. Lo curioso es que la historia se había producido la
última semana de la primavera, y para cumplirse el deseo debía
hacerse en esos últimos siete días, o sea, que podías ser un
atleta profesional, correrte la ladera como si fuera una autopista, y
hacer el salto del ángel para caer limpiamente en las sucias aguas,
que como te pasaras un día no había deseo que valiese.
- Es cierto, mi padre lo dice. -Habló el gordo.-
- Su padre lo dice.
Dijo mi amigo,
como si la palabra del padre del gordo, un alcohólico separado,
fuera sagrada.
- ¿Y qué pretendes? –Pregunté-
Me miró, y yo
asentí.
- Por mí vale.
- ¿Estáis locos? ¿Os creéis que eso es entrar y salir? Aunque pasáramos la ladera, cosa que nos llevaría horas, tendríamos que saltar desde veinte metros al fondo del agua, y por si fuera poco, una vez allí hundirnos y hundirnos hasta dar con el barco, y luego salir. –Protestó ella-
- Eso haremos.
Exclamó mi amigo, soñador, como si
todos los peligros que su chica había numerado solo le hubieran
aumentado las ganas.
- No sé chicos….
- Mañana aquí, es nuestra oportunidad. Estamos a dieciocho, y pasado mañana es lunes; la primavera acabará antes de que vuelva el fin de semana, y solo tenemos esta ocasión.
Asentí, sabiendo
que en veinticuatro horas aproximadamente me arrepentiría mucho de
esa respuesta, concretamente cuando tuviera a mis pies veinte metros
de vacío y al fondo una bañera, o eso me parecería en aquel
momento.
- Yo también.
Dijo el gordo
apresuradamente, supongo que por no ser por una vez el último en
aceptar un desafío.
Todos la miramos,
y ella nos miró a todos.
- Dejadme esta noche para pensarlo.
Asentimos, pero sabíamos que no había
nada que pensar. Ella vendría.
Esa noche llegué el primero, diez
minutos antes, y no paraba de mirar mi reloj, ese súper reloj que
mis padres me habían comprado después de que lo pidiera
incansablemente. Cuando el segundero llegó a menos diez, tres
sombras aparecieron por el fondo. Estábamos todos, estaba oscuro, y
nos disponíamos a subir una ladera que nos llevaría toda la noche.
Cada vez que pienso en mi amigo,
recuerdo que en ese momento jamás pensé que iba a estar tan cerca
de no volver a salir de allí.
- Es ahí. -Dijo el gordo-.
No quería sonreír. En verdad,
conociéndole, calculo que estaría a punto de mearse de miedo. No
quería sonreír, pero lo hizo.
Los cuatro nos miramos, y nos paramos
justo un paso antes del precipicio. Veinte metros, veinte. Ya sé que
algunos pensarán que al fin y al cabo no es tanto, que hay
acantilados e incluso puentes muchísimo más altos. Podría dármelas
de listo y aumentar la altura, pero no deseo hacerlo. Eran veinte, y
quién crea que es poco, que se encuentre en la situación en la que
estábamos nosotros.
Le pegué un puntapié a una piedra
para verla caer. Primero se quedó enredada en unas malezas, y
después cayó sin oposición, golpeándose una y otra vez con los
salientes. En ese momento se me congeló el cuerpo, un sudor frío me
invadió la espalda, ni siquiera pude moverme, y pensé que no lo
haría, que si me tiraba por ahí jamás recibiría el frescor de la
zambullida, el agua susurrándome al oído que seguía vivo.
- Quién va primero. -Dijo ella-.
No fue una pregunta, fue un desafío.
Entonces, para asombro de todos,
nuestro gordo amigo se tiró sin avisar, sin pensarlo. Los tres nos
miramos totalmente perplejos, asombrados, tanto, que por un instante
se me olvidó todo.
Ella fue la siguiente, y mi amigo la
siguió.
Cerré los ojos, y simplemente, salté.
El aire me cortaba la cara, aire puro y gélido que me arrancaba
lágrimas. Quise gritar, pero el leve intento de despegar los labios
me hizo dar una bocanada de aire tan violenta que creí que me
ahogaría en ese mismo momento. Los oídos me zumbaban
estrepitosamente, me sentía mareado, y al mismo tiempo pensaba en mi
reloj, en qué pasaría si se me había perdido en el trayecto.
- ¡Estoy vivo! –Oí-
El gordo estaba vivo, pero, ¿Lo estaba
yo? No sentía nada, ni siquiera recordaba cuando me había
zambullido, si es que lo había hecho y no tenía la mitad de la
cabeza pegada a una roca.
De pronto vi a la chica haciéndome
señales de que la siguiera, los otros dos iban delante. Buceamos,
buceamos hasta lo más hondo que pudimos… y allí estaba,
esperándonos. Los cuatro expectantes, aguantando la respiración
como nunca en nuestras vidas lo habíamos hecho, mirando perplejos un
gran barco, nada lujoso, pero muy grande, hundido en las más bajas
profundidades de un pueblecito al sur. Cada uno pidió su deseo, eso
supongo, y salimos a la superficie, ahogados.
- ¡Era verdad! ¡El barco estaba ahí!
Dijo el gordo, con
todo el pelo pegado a la frente.
- El barco,
sólo eso.
Advirtió ella,
aunque en su sonrisa dejaba ver que también estaba ilusionada.
En ese momento, a pesar de que como he
dicho siempre despertó en mí deseos, vi que era una niña, sólo
una niña… exactamente igual que nosotros.
De repente los miré, todos nos
miramos.
Sin decir una palabra, y con los
pulmones amenazándome de que ni se me ocurriera hacerlo, cogí aire
y me sumergí.
Mi amigo, mi amigo no había salido.
Fui hasta el barco, pensando que fácil
sería intentar respirar, desesperarme, morir. Mientras esto cruzaba
por mi mente lo vi. Tenía el morado como sustituto del rosa de su
piel, y me sonrió, alzándome el dedo pulgar. Jamás olvidaré aquel
instante. No se había perdido, ni había enganchado su camisa a
ningún obstáculo impidiéndole volver a la superficie…
simplemente, no quería salir.
Lo cogí, y lo llevé hacia arriba. No
puso oposición.
- Un maldito clavo del barco.
Les contaba a los otros dos.
- Intenté escapar, cuando me di cuenta de que estaba atrapado. Os llamé, pero eso sólo hizo que tragara agua a borbotones, y al ver como os alejábais… creí que no lo contaba.
Yo lo miraba, incrédulo, sorprendido.
Cuatro ojos se fijaban en él como si fuera un héroe, orgullosos,
mientras que otro par lo radiografiaba sin comprensión.
- Y al llegar tú, pudísteis entre los dos quitar el maldito clavo ¿No?
Dijo la chica,
pasándose el pelo húmedo por detrás de la oreja.
- Eso hizo. -Contestó mi amigo entre risas, sentándose junto a mí y dándome una palmada en la espalda.-
Lo miré lentamente, preguntándole con
esa mirada qué diablos estaba haciendo, qué diablos había hecho
cinco minutos antes.
Sin embargo, sólo pude verle una
sonrisa.
- Eso hizo. –Repitió-
No hay mucho más que contar. Llegamos
el domingo por la noche, con todo el pueblo alborotado. Mis padres
habían proclamado a los cuatro vientos mi ausencia, y los padres de
mis amigos los siguieron. Estaban tan convencidos de que un loco nos
había raptado a los cuatro que incluso ya habían llamado a algún
medio. Eso eran los mayores. Unos locos que jugaban a ser maduros,
con el cerebro líquido, que por la ausencia de algo más de
veinticuatro horas de sus hijos ya querían linchar a un tipo que ni
siquiera existía.
Después de un rato de besos y abrazos,
de pañuelos con saliva para quitarnos la suciedad de la cara, y de
alguna colleja que otra, nos fuimos los cuatro a nuestro escondite,
nuestro paraíso.
- ¿Os habéis preguntado qué pasará si algún día no nos vemos?
Preguntó el
gordo.
- ¿Estás loco? Eso nunca nos pasará. Eso sólo les pasa a los imbéciles, a esos que mucho hablar mucho hablar y luego a las primeras de cambio se pierden, se olvidan de los de siempre, se les hace el cerebro agua, o algo parecido.
Contestó ella.
Rió, y reímos. Pero teníamos esa pregunta en nuestra mente.
- No tiene por qué ocurrir.
- Ya, pero, ¿Y si ocurre?
- Ya la has oído, no ocurrirá. No debemos preocuparnos por eso, y además, en el hipotético caso de que….
- No ocurrirá.
Dije, y todos me
miraron, creyendo que ni siquiera estaba escuchando.
Los miré a los ojos y repetí.
- No ocurrirá.
Hubo un rato de silencio, silencio que
empleamos en volver mentalmente a la hazaña que habíamos realizado,
para pensar que habíamos saltado un precipicio y sobrevivido, para
muchas cosas, pero yo sólo podía pensar en mi amigo, en por qué lo
había hecho.
- Bueno, me voy. –Dijo ella- Y si mis padres no me matan… mañana nos vemos.
Le dimos las buenas noches, y la
miramos correr, los tres enamorados de ella, de la primera chica de
nuestras vidas. La observamos hasta que no quedó absolutamente nada
de su silueta en la oscuridad.
- Yo también me voy.
Dijo el gordo,
levantándose y sacudiéndose el polvo del trasero.
- Si corres aún puedes acompañarla a casa.
Éste fue mi amigo. Lo dijo de broma,
sonriendo, sin el menor enfado.
- ¿Qué? -Respondió, ofendido y ruborizado.- ¿Crees… crees que me voy por ella? ¡Vamos! Tengo que irme, mañana hay clase y….
- Vete ya. -Dije sonriendo-.
Me miró, sin saber de qué parte
estaba.
- Bah, iros a la mierda. Los dos.
Nos quedamos solos, él y yo. Sabía
que se lo iba a preguntar, lo sabíamos los dos, pero no sabía cómo
empezar.
- No sé por qué lo hice. -Dijo de repente, ahorrándome un tremendo esfuerzo.- No le demos más importancia.
- ¿Cómo?
- Tú me salvaste. No se puede considerar que fue un intento de nada si sabes que hay alguien a tu lado, que es totalmente imposible que pueda pasarte nada. Yo lo sabía, sabía que tú vendrías en mi ayuda.
Se levantó, y volvió a hablar.
- Sólo necesitaba saber que tenía a alguien.
Sin decir una palabra más, comenzó a
alejarse, dejándome aún más confuso que antes, deseando hacerle un
millón de preguntas, y sin poder realizar tan siquiera una. Se
levantó, simplemente, y comenzó a andar.
- ¿Y si no hubiera llegado? ¿Hubieras salido por ti mismo?
Su silueta se detuvo, petrificada en el
acto. Se paró tantos segundos que creí que no me había oído.
- Llegaste. -Dijo sin volverse-
Dicho esto, se fue.
Eso éramos. Chicos con el cerebro
sólido, sin pensar en nosotros mismos, dispuestos a lo que fuera por
un amigo de verdad. Al crecer se les vuelve el cerebro agua, había
dicho ella.
A mis cuarenta y cinco años las
neuronas hacen bastante tiempo que nadan, demasiado. Por eso
necesitaba contarlo, saber que aún no estoy perdido, no mientras
recuerde aquellos años y las lágrimas se me salten.
Soy adulto, y fracasé en mi intento de
no serlo, como hicieron ellos. Nos convertimos en eso, justo lo que
no quisimos, justo lo que temíamos.
El gordo se mudó, jurándonos, ya con
dieciocho años y llorando como un bebé, que vendría todos los
fines de semana. Al tercer mes tuvo una gripe que le impidió pasarse
por el pueblo, al cuarto un examen terrible le privó de venir. Al
año ni siquiera se molestaba en darnos explicaciones, simplemente,
el teléfono dejó de sonar.
Mi amigo y su chica se fueron a vivir
juntos. Yo encontré novia, una chica que hoy en día es mi mujer, y
nunca se llevó demasiado bien con mi amiga. Múltiples peleas,
desencuentros. Cuando ambas partes formalizamos nuestros compromisos,
la distancia hizo el resto.
El día de mi boda los invité, mandé
la cita a la última dirección que sabía de ellos, rezando porque
aún siguieran allí. Todavía recuerdo cómo tuve esperanzas hasta
el final de la ceremonia de que los dos únicos asientos libres de la
sala se llenaran en algún momento. No lo hicieron.
Al salir de la iglesia, entre todo el
barullo, entre todos los clamores, vi a un hombre de unos treinta y
algo años, terriblemente maltratado por la vida, con demasiadas
arrugas para su edad, y con la tristeza en sus ojos. Ese hombre me
sonrió en la lejanía, agradeciéndome aún que le hubiera salvado
la vida.
La última vez que lo vi fue hace unos
siete meses. No sé cómo me llegó una nota diciéndome que estaba
en un centro psiquiátrico, quizás me la mandara ella misma. El
médico me dijo que su mujer se había largado, se había ido, sin
más, sin explicaciones, después de una vida entera juntos,
llevándose consigo lo poco que tenían… se había vuelto loco, no
paraba de decir incoherencias sobre un barco hundido, sobre deseos no
cumplidos.
Crucé la puerta y lo miré, acompañado
del personal del centro. Me miró, y sonrió. Fue una sonrisa
sincera, quizás la única alegría que por esas fechas ya esperaba.
Al día siguiente lo encontraron muerto
en su habitación. Dicen que murió por un ataque al corazón, pero
yo sé que murió ahogado, atrapado en un barco hundido del que nunca
llegué a salvarle.
Miles de momentos de los que me obligo
día tras día a no escapar. De alguna manera, debo mantener vivo ese
recuerdo. Creo que ninguno de los otros dos que quedan lo tiene ya,
que se les perdió hace mucho tiempo. Yo lo perdí a medias, y de un
tiempo a esta parte me he jurado que no se me olvide jamás. El otro
restante que también lo perdió a medias está muerto.
Esta es mi historia, este es mi
secreto. Necesitaba contarlo, hablar de ellos, de las tres personas
más importantes que han pasado por mi vida, las únicas en las que
he confiado. Explicar que con catorce años tuvimos más valentía,
más honor y más amistad de lo que puedo llegar a entender hoy en
día.
El cerebro se les hace agua cuando
crecen, dijo ella.
Debe ser eso.
Pienso en ellos, y a pesar de todo, no
puedo evitar un sentimiento de felicidad, de paz.
Pienso en ellos, oigo sus risas, y de
nuevo me siento en aquel escondite nuestro, con el gordo tendido
mirando al sol, la cabeza de ella apoyada en el vientre de mi amigo,
y con ese olor tan dulce que se respira cuando se tiene el cerebro
sólido.
sábado, 10 de noviembre de 2012
Apocalipsis
Escuché una canción, y en mi mente empezaron a nacer escenas, sueltas, y a la vez unidas.
Las notas acompañan cada palabra.
El ser humano está dejando de ser humano.
Ese es el verdadero apocalipsis.
El
fin del mundo es inminente.
Ya
no queda esperanza, ya no hay una sola razón para evitarlo.
Ya
sólo queda redención.
Estoy
en el centro de todo, así, tal cuál. En medio de un campo
árido y seco, un campo muerto. Mi gabardina gris se mueve, muy
lentamente, producto de los últimos coletazos de una brisa que aún
lucha por no apagarse definitivamente.
Mis
manos permanecen metidas en el interior de los bolsillos, y no
respiro.
Yo
nunca lo he hecho.
Pero
no, no soy tan diferente a lo que hay aquí.
Vosotros
tampoco lo hacéis, aunque os creáis que sí.
Un
chico lleva horas bajo la ducha, con la cabeza gacha, totalmente
inmóvil, dejando que el agua golpee en el centro de su coronilla
violentamente y se desplome por todo su cuerpo. Su respiración
comienza a acelerarse, y su gesto se contrae. Sigue respirando a
mayor velocidad, hasta que empieza a jadear, y apoya la palma de la
mano derecha en los azulejos blancos, impolutos, tan en contraste con
su situación.
Llora.
De rabia, de dolor. Tal vez las dos cosas.
Sigue
cayendo el agua, mas eso no le limpiará por dentro.
Un
árbol cruje por última vez, después de más de un siglo vivo, de
pie, haciendo frente a toda una vida y habiendo visto mucho más de
lo que hubiera deseado ver. Y después de años de supervivencia,
después de tanto tiempo haciendo de centinela silencioso, decide que
ya está bien de aguantar tanto, tanto para nada. No hay solución.
Ya no. Se oyen los últimos resquebrajos de su cuerpo lleno de
astillas –como el del chico de la ducha, al fin y al cabo- y se
parte en dos, sin la menor duda, sin el menor esfuerzo por
mantenerse.
Una
chica seria, absorta, con la mirada perdida en la nada. Sentada en
una silla en medio de una habitación totalmente vacía,
prácticamente a oscuras. Una persiana a medio abrir deja que entre
la única luz de la habitación, proveniente de la calle, pero eso
sólo hace darle un toque aún más lúgubre a la escena.
Por
debajo de sus ojos caen un par de hileras oscuras, manchas de rimmel,
manchas de lágrimas derramadas hace poco, y a la vez, hace tanto
tiempo. Ya no tiene siquiera necesidad de llorar, sería totalmente
en vano. Ya no hay esperanza. Esas manchas no son sino recuerdos de
lo que un día fue, de lo que un día le dolió, y eso hace que aún
quede dentro de ella la sensación de que hubo un día en que se
sintió viva.
Las
calles están colapsadas, pero no, no de gente. Hubo un tiempo en que
sí, en que los únicos colapsos que se producían eran de personas,
de personas llegando tarde y con prisas, de personas insultándose,
barriendo la mierda debajo de sus alfombras, de cláxones impacientes
y de insultos a aquel que no pensaba como ellos, no vivía como
ellos, no era como ellos.
Ahora
los únicos colapsos los produce esta lluvia que lleva dos meses sin
detenerse ni por un sólo minuto. Llueve y llueve sin parar, tal vez
producto de la ducha abierta de un Dios que no está muy seguro de si
esta vez enviar un diluvio o mejor dejar que nosotros mismos nos
sigamos cargando el mundo solos, que lo estamos haciendo muy bien,
casi mejor de como lo haría él.
Una
persona mira a otra, en silencio. Creía que la conocía, creía que
podía confiar en ella, pero no, ya nadie mira por nadie. Personas
como esa, sensibles, con fe aún en un mundo mejor, serán los
primeros en caer.
Quizás
personas como la otra piensen que así pueden llegar un poco más
lejos, apuñalando unas cuantas espaldas y salvando su propio culo un
par de veces, pero no, también caerán. Quizá más tarde, pero con
más deshonra.
La
moneda cae hacia abajo, girando violentamente, ya está a pocos
metros del suelo, y esta vez saldrá cruz.
Un
anciano se sienta encima de una lápida, dispuesto a pasar otra tarde
más allí. Ya la gente no sale a la calle, pero eso a él no le
preocupa. Estuvieron toda una vida juntos, y nada hará que eso
cambie, nunca. Da igual quién esté aquí o no, los dos, uno de los
dos, ninguno. Ellos están vivos, y lo estarán para siempre,
mientras estén juntos. Su frente arrugada y sus canas despeinadas
así se lo dicen.
Un
hombre camina por las calles solitarias, sin un rumbo fijo. Pasa por
delante de unos ladrillos arrinconados, e, improvisadamente, decide
sentarse sobre ellos. De uno de los bolsillos interiores de su vieja
chupa, que debería parecer de cuero y se sabe de plástico, saca una
cajetilla arrugada de tabaco, y encuentra tan sólo uno. Se lo pone
en la comisura de los labios, y saca del bolsillo izquierdo de su
pantalón beige manchado un sobre con tan sólo dos cerillas,
arrancando una de ellas. La enciende con su uña sucia y larga, pero,
justo cuando se acerca con ella al cigarro, esta se apaga. Se queda
un rato inmóvil, como alguien que no entiende qué es lo que ha
ocurrido, o como alguien demasiado cansado para sorprenderse por
ello. Vuelve a arrancar la única que le queda, y, con esta sí,
consigue encender el cigarrillo, como si fuera un último guiño del
mundo. Le da una profunda calada, y fija sus ojos en el cielo, de un
color entre gris, rojo, negro. Hubo un día en que fue azul. De eso
hace ya mucho tiempo.
Por
entonces ni siquiera fumaba.
Dos
jóvenes están sentados en un coche negro, largo, muy antiguo. Cada
uno mira por el cristal de su ventanilla. No tienen más de veinte
años. Él, rubio, fija su mirada en un punto del desolador paisaje,
lleno de coches estropeados y abandonados. Un desguace sería una
manera muy halagadora de definir la escena. Ella, con una felpa
recogiéndole el pelo que le cae sobre los hombros, contrasta ese
gesto inocente con una gruesa lágrima rodando por su mejilla, la
cual viaja por cada poro que se encuentra en su línea recta de
camino hasta resbalar por el mentón y estrellarse contra el comienzo
de sus pechos. Un día esto no era así, creen recordar, aunque
ninguno está seguro de ello.
Tal
vez simplemente lo soñaron.
Un
loco corre por las solitarias carreteras, zigzagueando y huyendo de
algo que sólo sabe él. Quizá de un monstruo imaginario, quizá de
su vida, quizá de su pasado. No importa. Sea lo que sea, le acabará
alcanzando.
Sobre
lo que un día fueron poderosos edificios, y hoy son sólo gigantes
muertos, se posan palomas negras, plañideras de este inmenso
funeral.
Sigo
en medio de este campo muerto. Continúo con los ojos cerrados, con
las manos en los bolsillos, con la gabardina danzando suavemente al
ritmo de una suave brisa moribunda y agonizante.
Como
este mundo.
No,
no soy ningún anticristo.
Tal
vez sea la conciencia, la inocencia de un niño, el sueño de un
adolescente, la esperanza de un pobre.
Sea
lo que sea, estoy muerto.
Mis
pies se alejan del suelo, sólo unos centímetros, hasta quedarme
suspendido en el centro de todo, ahora más que nunca.
El
fin del mundo es inminente, la moneda da sus últimas vueltas, a
pocos minutos de caer, y esta vez saldrá cruz.
Abro
los ojos, llamándome la atención un detalle que hasta ahora se me
había pasado inadvertido.
Una
gota, una sola, cae una y otra vez sobre un punto fijo de este campo
desolado y desértico. Como si sólo lloviera en esa estricta parte,
en un radio de un milímetro.
En
ese punto se aprecia un casi inadvertible brote verde, pequeño,
diminuto, débil.
Pero
vivo.
Tal
vez la gota que cae una y otra vez sobre él sea de la ducha del
chico, savia del árbol, una lágrima negra de la chica. Quizá sudor
del viejo, saliva del hombre sentado en los ladrillos.
Quizá
sea un conjunto de todo eso, o quizá no sea nada de ello.
Pero
cae sobre un punto fijo, un punto de donde ha brotado algo verde,
inadvertible, pequeño, diminuto, débil.
Y
está vivo.
domingo, 21 de octubre de 2012
Enemigos
No,
nunca tuve ninguna duda de que podría seguir sin ti.
Que
en estos tiempos ya nadie deja de vivir por nadie, que las cosas
pasan. Que las fotos duelen, pero también existen cajones para
guardarlas, e incluso llaves para cerrarlos ante la probable
tentación, un sábado al volver a casa, o simplemente en cualquier
momento en que el guardián de lo que no debemos hacer se vaya a
dormir, de abrirlos e inundarnos en ellas, volviendo a empezar de
nuevo. Que cuando todo empieza a desteñir al final acaba teniendo un
color demasiado feo, y lo nuestro hacía tiempo que tenía unos
tintes indescifrables. Que siempre se puede volver a la vida a la que
he vuelto, a no dar explicaciones, a no saber cuando va a ser la
última, a mentir, a besar, a prometer citas a la mañana siguiente
que nunca llegan.
No,
nunca tuviste ninguna duda de que podrías seguir sin mí.
De
que ni siquiera estuve nunca del todo a tu altura, de las constantes
peleas sintiendo cómo me quedaba atrás, sin entender tus noches
enteras en la biblioteca, sin enterarme muy bien de esas cenas de
tres platos, de no saber nunca en qué consistía el menú, a pesar
de que me lo nombraras una y otra vez.
Que
todo pasaría, que detrás de mí seguro que vendría alguien mejor,
posiblemente más alto, más adecuado para ti, que supiera hablar el
doble de idiomas que yo (o sea, con dos ya iría sobrado) y que te
invitara a ver esas películas en versión original a las que yo
nunca les acabé de ver la gracia.
Es
raro estar en el mismo sitio que tú.
No
es especialmente doloroso, ni melancólico, ni condeno mi mala
suerte. Simplemente es raro.
Estar
en el mismo lugar sin estar contigo, empezar a vivir estos días que
tarde o temprano sabíamos que iban a llegar, no siempre íbamos a
estar esquivándonos, evitando a acudir a sitios sólo por la
probabilidad de que el otro también fuese; ya era demasiado extenso
el tiempo de hacerse el feliz delante del otro, de las carcajadas
forzadas, de los amigos sobreactuando para que ambos veamos lo bien
que estamos.
Tal
vez uno de los errores fue no pensar nunca algo tan simple como que,
a veces, la culpa también era de uno, y no siempre del otro.
Estamos
bien, no pasa nada.
Acabó,
y cada uno ha rehecho su vida, de diferentes maneras.
No,
nunca tuvimos ninguna duda de que podríamos seguir sin el otro.
Simplemente
es extraño ese sentimiento de hacha enterrada, de no hablar contigo
ni siquiera para gritarnos, porque de este mismo sitio salí contigo
un día, parece ahora tan lejano, cogiendo tu mano disimuladamente, y
apenas cinco metros más allá, en una noche de frío intenso, nos
besamos por primera vez, quién sabe cuanto tiempo deseándolo.
Porque en este sitio nos gritamos a viva voz, nos maldijimos, nos
jodimos a más no poder… y ahora no hay nada de eso. Ahora todo es
una extraña sensación de mar en calma, cuando ya no quedan ni
siquiera rencores, ni siquiera gritos que pegarnos. Porque al menos
mientras ocurría eso seguía habiendo algo, aunque fueran gargantas
lastimadas y miradas fulminantes.
Ahora
ya no hay nada de nada. Ahora es el verdadero final.
Estoy
cansado de luchar, de discutir, de creer, de forzar.
Estoy
cansado de quererte y de no hacerlo, de pensar en todo esto y de
repetirme que no lo voy a volver a hacer.
No
es cuestión de pasar página, sino de quemar el libro.
De
apagar la luz y cerrar la puerta, sabiendo que no vas a volver a
entrar ahí, y que no pasa nada porque nos crucemos por el
descansillo, como ahora.
Que
podemos saludarnos como si nada hubiese pasado, quitarle la
respiración asistida de una vez por todas a lo nuestro y dejar que
se muera sin hacer ruido, sin pena ni gloria.
Sonríes,
tímidamente, y veo en esa sonrisa lo mismo que yo pienso, ese
cansancio de pelear, ese hacha enterrada… esa renuncia definitiva a
la idea de volver a estar juntos alguna vez.
Alzo
la copa, y sonrío yo también, mientras me parece que nuestra mirada
está durando más de lo que debería.
Ya
no somos conocidos, ni amantes, ni pareja, ni siquiera enemigos.
No,
si de algo estoy seguro, es que no quiero ser tu enemigo.
Nunca
tuvimos ninguna duda de que podríamos seguir sin el otro.
Simplemente
es extraña la sensación, el encontrarte en el descansillo, el no
saber quién debe pulsar el botón del ascensor, sólo eso.
Ni
conocidos, ni amantes, ni pareja, ni siquiera enemigos.
Y,
seguramente me equivoque, pero juraría que en nuestra mirada ha
habido todo eso.
Serán
cosas mías.
martes, 25 de septiembre de 2012
Siempre.
- Tengo miedo
Dijo,
girando la cabeza y mirándome a los ojos. Y a pesar de que se le
adivinaba en los suyos, una sonrisa inocente decoraba sus labios.
Me
tenía al lado, y sólo eso le bastaba.
Yo
la miré, y en ese momento sentí miles de sensaciones a la vez…
aún las recuerdo todas.
Sí,
a pesar de que no me acuerde ya ni de qué hice ayer, y me mire al
espejo, cada vez me guste menos, y sienta que el niño aquel se va
con una velocidad que aterra, todavía recuerdo con absoluta claridad
cada sensación de ese momento; porque yo era su faro, y eso, a la
vez que me producía vértigo, una enorme responsabilidad, y por
supuesto miedo, como a ella, también me producía felicidad… esa
felicidad que, por más que he intentado encontrar después, me
resigné hace tiempo a pensar que se quedó allí, en aquella época,
en aquella tarde, en aquellos niños.
- Todos tenemos miedo... –Sonreí, como quien finge tener veinte años y saber de qué va la vida- …pero para eso estamos juntos, ¿No?
Una
lágrima, una sola, resbaló sobre su mejilla. Sólo esa se permitió
dejar escapar. Cayó al césped en el que estábamos tendidos, y
desapareció entre la hierba.
Su
mano agarró la mía, y suspiró.
- ¿Siempre? -Sonrió-
Entonces
la miré a los ojos, y supe que lo decía de verdad. Que aunque
apenas estuviéramos empezando a vivir y no supiéramos nada, aunque
creciéramos y algo cambiara por lo que fuera, en ese momento me
decía eso con toda su alma, con absoluta certeza, con seguridad.
- Siempre. –Sonreí yo-
- Ayer otra vez igual ¿Eh? Por cierto, qué frío hace, cojones.
Salgo
de mis pensamientos, y me vienen los años de golpe, las canas, los
dolores. Miro hacia mi derecha, de donde proviene la voz. Un chico,
de unos diecilargos años, asiduo también a esta misma parada de bus
cada mañana, me habla, señalando el diario deportivo que tengo bajo
mis manos. Lleva un grueso chaquetón, y un gorro que le llega justo
a las cejas.
- Pues sí, para variar -contesto-
- Estoy empezando a pensar que todos los lunes son demasiado iguales. Siempre nos vemos después de una derrota. -dice sonriendo, y se sienta a mi lado-
Asiento,
con la mirada perdida, y sus últimas palabras se niegan a dejar mi
mente.
- Aunque, si siempre ganaran… también los lunes serían iguales ¿No?
Me
mira, y sonríe.
- Sí, pero estaríamos felices. ¿A quién le importaría entonces que fueran iguales o no?
Vuelvo
a asentir, y le dejo el periódico para que le eche un vistazo a esa
dolorosa derrota de nuestro equipo ayer por tres a cero.
“Sí,
pero estaríamos felices. ¿A quién le importaría entonces que
fueran iguales o no?” Sigue sonando en mi cabeza.
Obvio,
acabo diciéndome.
Sí
que hace frío hoy, sí. Más que de costumbre.
Será
que es lunes, y los lunes siempre le cuesta a uno arrancar la semana,
sobre todo si son las siete menos cuarto de la mañana y hace frío,
sobre todo si un joven al que ves cada día empieza a llamarte de
usted sin darte cuenta… sobre todo si cada día es como un lunes en
el que la noche anterior tu equipo ha sido goleado.
- Perdone, ¿Sabe a qué hora llega exactamente el bus?
Una
mujer, de unos treinta y pico, me habla desde el otro extremo de la
parada.
- A las siete en punto, en teoría. Pero siempre se retrasa.
Ella
asiente.
- Es que casi nunca
paso por aquí, y me pilla un poco despistada.
- No se preocupe.
–Sonrío-
Toma
asiento finalmente, sentándose al lado del chico, y a su vez
dejándolo en medio de los dos.
Ayer
soñé de nuevo con aquel día, con aquellos días.
El
tiempo pasó, y supongo que nadie estamos exentos de sufrirlo. Yo, al
menos, no lo estuve. A veces me gusta pensar que ella sí, y que el
tiempo la ha hecho completamente feliz. Otras, más egoístas y
rencorosas, pienso que, si yo no he vuelto a encontrar la felicidad,
espero que la suya se quedara en el mismo sitio que la mía.
- De verdad, sé que ahora no me puedes creer, pero lo hago por los dos.
Habían
pasado cuatro años desde aquella tarde en que me dijo que tenía
miedo, habíamos vivido mil tardes más allí, nos habíamos visto
crecer, hacer mil promesas... pero, por lo visto, al cumplir los
dieciocho y tener planes de estudios en otras ciudades a uno se le
quita todo ese miedo, esa tontería… aunque sigo preguntándome por
qué a mí no, por qué a mí jamás se me quitó, si yo crecía como
ella, si yo tenía exactamente los mismos planes.
- Necesitamos encontrar cosas diferentes, descubrir otros sitios… sé que nos irá bien a ambos. -Sonrió-
Me
había citado, en el mismo parque donde siempre quedábamos, pisando
el mismo césped que un día nos vio tendernos sobre él y
prometernos que siempre estaríamos juntos, para decirme que era hora
de seguir el camino por separado.
- Yo no necesito otra cosa que no seas tú. –Le dije, sin querer parecer que estaba suplicando, pero sin poder evitar que esta vez fueran mis ojos los que lloraban-
Pero
su gesto era sonriente, como quien sabe que de verdad está haciendo
lo correcto.
- Jamás se me olvidará este tiempo contigo, jamás… pero créeme, algún día me lo agradecerás.
Veinte
años han pasado, veinte. Aún no sé cuando coño va a llegar ese
supuesto día en que se lo tenga que agradecer.
- ¿Ya no tienes miedo? - Le dije mientras la veía alejarte-
Se
giró, derramó una sola lágrima, como aquella vez, y sonrió.
- Nunca he dejado de tenerlo.
Un
año después la volví a ver. Ni siquiera sé si ella me vio a mí,
supongo que no. Estaba a punto de entrar en la veintena, y era aún
más increíble que la última vez; y sí, todo lo que me dijo en
aquella despedida se cumplió… sólo que por su parte nada más.
Alguien la acompañaba, y, la verdad, el rápido repaso visual que le
hice me bastó para saber que a simple vista me ganaba absolutamente
en todo.
Ella
se había olvidado. Se había olvidado de todo. Y ahí me quedaba yo,
pensando, por un lado, que no tenía sentido seguir sufriendo, y por
otro, que fuera así o no ya era tarde… jamás me iba a olvidar de
ella, lo mereciera o no. Jamás.
Ella
haría su vida, y simplemente recordaría su adolescencia y al ser
que la acompañó en ella con cariño, sabiendo que fue feliz, pero
que solamente fueron niñerías, típicas relaciones adolescentes,
mientras que yo viviría mi vida entera con esa despedida clavada,
renunciando a todo, renunciando a pensar que eso existía de verdad,
que había personas que no se cansaban, como se había cansado ella.
Miro
a mi izquierda, y observo a la mujer, que mira al frente, con la
mirada perdida. El corazón me late rápidamente, y es que, si fuera
valiente, si aún no se me hubiera olvidado cómo era eso,
seguramente le hablaría, y le diría que se parece increíblemente a
una niña que conocí una vez.
La
observo, cada vez con más atención, con más agobio, con más
agonía. Sus ojos, sus rasgos, aún estando callada y seria, sus
labios… tan sólo le falta una lágrima, una sola lágrima
recorriéndole la mejilla, para no dudar de que es exactamente igual
que aquella niña.
Me
gustaría decírselo, me gustaría decirle que le agradezco, aunque
no haya hecho nada por ello, que hoy mi corazón haya latido de
nuevo. Me gustaría decirle que me recuerda a alguien, a la única
persona que este corazón reconoce, que sus labios son iguales a los
de esa niña, cuando me sonreía y me decía que estaríamos juntos
para siempre, que sus ojos son los mismos que aquellos que un día me
miraron con infinita inocencia e ilusión… que su rostro es
demasiado parecido al de una adolescente que marcó mi vida para
siempre.
Pero
no, no puede ser la misma. No puede serlo, porque esa niña estaba
llena de vida, de ilusiones, de confianza, y este rostro que ahora
mismo observo no tiene nada de eso. Es bello, a más no poder, pero
miro sus ojos y no veo ese brillo que veía en los de ella, miro su
gesto y no encuentro ni un solo resquicio de esa felicidad que obtuvo
junto a mí.
…Pero
qué bella es, a pesar de todo.
El
autobús llega con su traqueteo incesante, y se para justo delante de
nosotros, abriendo sus puertas para que los tres pasajeros que
estamos aquí sentados nos subamos a él.
El
chico se levanta, y lo observo subir, a paso ligero.
Después
de unos segundos, el vehículo cierra sus puertas, y sigue su camino,
dejándome aquí con el corazón petrificado, exactamente en la misma
posición en la que me senté, con la mirada perdida.
La
mujer sigue a mi lado, en idéntica posición.
El
autobús, ese que jamás he perdido en años, se ha ido sin mí.
El
autobús, ese que ella buscaba hoy, encontrándose en un sitio donde
no suele, se ha ido sin ella.
De
nuevo miro su rostro, y aunque es extremadamente precioso, sé que no
es el de aquella niña.
Ya
no lo es.
- Me equivoqué. –Dice esa mujer, a la que no conozco de nada- Creí que lo hacía bien… pero me equivoqué.
No
hablo, no contesto, no gesticulo.
Se
levanta, y me mira a los ojos, con una lágrima, una sola lágrima,
la única que se permite dejar escapar, resbalando por su mejilla.
- Supongo que jamás dejé de tener miedo.
Giro
lentamente la cara, y la miro a los ojos, sin sorpresa… sólo con
dolor, aunque mi rostro no lo demuestre.
- Un día nuestro equipo dejará de perder, y ganará todos los domingos… y entonces no importará si todos los lunes son iguales. Porque a nadie le importa que los días se repitan, mientras sean felices.
La
mujer desconocida hace un gesto de no entenderme.
- Yo también tengo miedo. –Digo, levantándome del asiento, con un dolor en las costillas desesperante.
La
miro a los ojos, y añado:
- Nunca dejé de tenerlo.
Le
toco la mano a modo de despedida, y con solo ese leve contacto,
vuelvo a tener quince años, aunque sea por un sólo segundo más en
mi vida.
- Todos tenemos miedo, señora.
Le
digo, mientras comienzo a caminar lentamente.
Hoy,
por primera vez en muchos años, haré mi camino andando.
Porque
mientras siga haciendo lo mismo cada día siempre será lunes,
siempre hará frío, siempre me llamarán de usted… siempre perderá
mi equipo.
… y
eso algún día deberá cambiar.
- Tengo miedo.
Dijo
esa niña, girando la cabeza y mirándome a los ojos.
Yo
la miré, y en ese momento sentí miles de sensaciones a la vez…
aún las recuerdo todas
- Todos tenemos miedo. Pero para eso estamos juntos, ¿No?
- ¿Siempre? -Sonrió-
Entonces
la miré a los ojos, y supe que lo decía de verdad. Que aunque
apenas estuviéramos empezando a vivir y no supiéramos nada, aunque
creciéramos y algo cambiara por lo que fuera, en ese momento me
decía eso con toda su alma, con absoluta certeza, con seguridad.
- Siempre.
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